La sangre no era para él, era para el capataz, Don Ricardo, un hombre que, según decían, agonizaba y solo la sangre única de Juan podía salvarlo.
Pedrito, su hijo de cinco años, entró corriendo a la habitación, sus pequeños ojos llenos de pánico al ver a su padre tan pálido, tan quieto.
"Papá," susurró, tocando la mano fría de Juan.
Juan intentó sonreír, pero solo logró una mueca de dolor.
"Estoy bien, mi niño, solo un poco cansado."
Pero Pedrito sabía que no era verdad, la vida de su padre se estaba apagando frente a él, y en su pequeño corazón, una desesperación inmensa comenzó a crecer. Corrió hacia su madre, tirando del borde de su elegante vestido.
"Mamá, por favor, ayuda a papá," suplicó con la voz rota por el llanto, "se está muriendo."
Doña Elena apartó la mirada de la ventana y la posó en su hijo, sus ojos no mostraban amor, solo una irritación fría.
"No molestes, Pedrito," dijo con voz cortante, "tu padre está haciendo lo que debe, está cumpliendo con su deber para con esta hacienda."
"¡Pero se va a morir! ¡Mamá, por favor!"
"¡Silencio!", la voz de Doña Elena resonó en la habitación, "Vuelve con tu padre y no hagas más escándalo, Don Ricardo necesita esa sangre para vivir."
Pedrito retrocedió, las duras palabras de su madre lo golpearon como una bofetada, no podía entender cómo el capataz podía ser más importante que su propio padre. Volvió al lado de la cama, las lágrimas corrían por sus mejillas sin control. Vio la respiración de su padre volverse más superficial, más débil. El pánico lo consumió de nuevo. Tenía que hacer algo.
Una vez más, corrió hacia su madre, esta vez arrodillándose, abrazando sus piernas.
"Mamá, te lo ruego, por lo que más quieras, llama al médico de nuevo, dile que pare, papá no va a aguantar."
Doña Elena lo apartó con un gesto brusco, casi con asco.
"Ya basta de dramas, Pedrito," dijo, su voz teñida de un desprecio absoluto, "tu padre es un charro, se supone que es fuerte, un poco de sangre no lo va a matar, ahora déjame en paz."
El niño se quedó en el suelo, sollozando, la indiferencia de su madre era un muro de hielo contra el que sus súplicas se estrellaban. Miró a su padre, luego a su madre, y una idea desesperada cruzó su mente. Tal vez si no podía convencer a su madre, podría encontrar ayuda en otro lugar. Se acordó de Miguel, el mozo de cuadra, un joven que siempre había sido amable con él y con su padre.
Se levantó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, y corrió hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y se quitó la pequeña hebilla de plata de su cinturón, una réplica en miniatura de la que usaba su padre, un regalo que Juan le había dado en su último cumpleaños. Era su posesión más preciada. La apretó en su puño y salió corriendo de la casona, hacia los establos.
El patio estaba oscuro y silencioso, pero una figura alta y sombría bloqueó su camino. Era Don Ricardo, el capataz, el hombre por el cual su padre estaba muriendo. No parecía enfermo en absoluto, de hecho, se veía más fuerte y arrogante que nunca, con una sonrisa burlona en los labios.
"¿A dónde vas con tanta prisa, muchachito?", preguntó Don Ricardo, su voz era un siseo venenoso.
Pedrito lo miró con una mezcla de miedo y odio.
"Voy a buscar ayuda para mi papá," dijo, su vocecita temblaba pero estaba llena de determinación.
Don Ricardo soltó una carcajada cruel.
"¿Ayuda? ¿Y quién crees que va a ayudarte? ¿Ese inútil de Miguel?", se burló, señalando hacia los establos, "Tu padre le está dando su sangre a un hombre importante, a mí, es un honor para él, deberías estar orgulloso."
"¡Mi papá se está muriendo!", gritó Pedrito, la frustración y el dolor estallando en su voz.
"Tonterías," dijo Ricardo, agachándose hasta quedar a la altura del niño, su aliento olía a aguardiente, "tu padre es débil, siempre lo ha sido, ahora, si de verdad quieres ayudarlo, si de verdad quieres que alguien te haga caso, tienes que ganártelo."
Pedrito lo miró, sin entender.
"¿Qué... qué tengo que hacer?", preguntó, dispuesto a todo.
La sonrisa de Don Ricardo se ensanchó, volviéndose grotesca.
"He oído que los perros son muy buenos pidiendo cosas," dijo lentamente, saboreando cada palabra, "ladra para mí, Pedrito, ladra como el perrito que eres y tal vez, solo tal vez, le pida a tu madre que detenga todo esto."
Pedrito se quedó helado, la humillación de la propuesta lo paralizó. Miró a Don Ricardo, luego hacia la ventana iluminada de la habitación donde su padre agonizaba. El tiempo se agotaba. Cerró los ojos con fuerza, las lágrimas volvieron a brotar. Tomó una respiración temblorosa y, con la dignidad hecha pedazos, se puso a cuatro patas en el frío suelo de piedra.
Abrió la boca, y un sonido lastimero, un ladrido ahogado y patético, salió de su garganta.
"¡Más fuerte!", ordenó Don Ricardo, disfrutando del espectáculo.
Pedrito ladró de nuevo, más fuerte esta vez, un sonido de pura desesperación que rasgó el silencio de la noche. Algunos sirvientes que pasaban por ahí se detuvieron, mirando la escena con una mezcla de curiosidad y desdén.
"Míralo," susurró una de las cocineras a otra, "actuando como un animal, con razón la patrona no lo quiere, ni siquiera parece hijo suyo."
"Dicen que el verdadero padre del niño es el charro, no un hacendado," añadió otro, "por eso Doña Elena lo desprecia tanto a él como a su padre."
Las palabras crueles flotaban en el aire, cada una hundiéndose en el pequeño corazón de Pedrito, pero él no se detuvo, siguió ladrando, humillándose, rogando con cada sonido animal por la vida de su padre, mientras Don Ricardo reía a carcajadas, una risa que era la banda sonora de la peor noche de su vida.
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