Apenas salimos del lujoso fraccionamiento, un auto deportivo negro me cerró el paso, obligándome a frenar de golpe. Mi corazón se aceleró. Del auto bajó Diego, con el rostro contraído por la furia.
"¡Bájate del coche, Ximena!" gritó, golpeando mi ventanilla.
Mis padres, en el asiento trasero, se quedaron paralizados.
"Hija, no..." empezó mi padre.
"Quédense aquí," ordené, y bajé del auto. El aire frío de la noche me golpeó la cara.
Diego me agarró del brazo, su mano era un torniquete de fuerza.
"¿Quién es? ¡Dime ahora mismo quién es tu supuesto novio!"
Su cercanía, su aliento a alcohol, su furia... todo me transportó a años de pequeños tormentos. A las veces que me empujaba "jugando" en la alberca hasta que tragaba agua, a las burlas sobre mi ropa, a sus críticas constantes disfrazadas de "honestidad brutal". Era un patrón, una forma de control que yo siempre había aceptado.
"Suéltame, Diego. No te importa," dije, tratando de zafarme. Mi voz tembló, traicionándome.
"¡Claro que me importa! ¡Has sido nuestra desde que éramos niños! ¡No puedes simplemente aparecer con otro tipo de la nada!"
"¿'Nuestra'?" repetí con incredulidad. "¿Crees que soy un objeto? ¿Una propiedad?"
En ese momento, otro auto se detuvo. Era Santiago. Bajó con una sonrisa burlona en los labios.
"Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿El cavernícola reclamando su territorio?" Se acercó a nosotros, disfrutando la escena. "Déjala en paz, Diego. ¿No ves que está tratando de ser interesante? Siempre le gustó el drama."
Luego se dirigió a mí, su voz era seda venenosa.
"Vamos, Ximenita. Cuéntanos. ¿Quién es el afortunado? ¿Es alguien que conocemos? ¿O te conseguiste a algún pobre diablo para intentar darnos celos? ¿Recuerdas cuando lloraste toda una semana porque Diego salió con Valeria la de quinto? Fuiste tan patética."
La mención de ese recuerdo me golpeó. Tenía catorce años. La humillación fue tan pública, tan cruel. Y Santiago había sido el que más se había reído.
De repente, lo vi todo con una claridad dolorosa. Yo no era su amiga. Era su bufón. El objeto de sus bromas, la constante en sus vidas que les permitía sentirse superiores. Siempre disponible, siempre perdonando. La niña Mendoza, la de los nuevos ricos, que se esforzaba tanto por pertenecer.
Un tercer auto, un sedán elegante y discreto, se estacionó detrás del de Santiago. Rodrigo bajó. No dijo nada. Solo se quedó ahí, observando, con su expresión indescifrable.
Santiago lo vio y su sonrisa se hizo más maliciosa.
"Miren quién llegó. El genio preocupado. ¿Vienes a rescatar a la damisela en apuros, Rodrigo?"
Rodrigo ignoró a Santiago y me miró a mí. Su pregunta fue simple, directa, casi clínica.
"¿Quién es él, Ximena?"
Su tono era tranquilo, pero la intensidad en su mirada era innegable. Por un segundo, pareció una pregunta genuina, casi preocupada.
Pero Santiago soltó una carcajada.
"¡Uy, ya salió el celoso! No te hagas, Rodrigo. De todos nosotros, tú eres el que siempre la ha querido tener en corto. ¿O ya se les olvidó a todos quién fue el primero en besarla?"
El aire se cortó. Diego me soltó el brazo como si quemara y me miró con una expresión de shock y traición. Santiago sonreía, triunfante por haber lanzado la bomba.
Yo me quedé paralizada, mirando a Rodrigo.
Era verdad.
Sucedió hace años, en una de esas fiestas aburridas. Yo estaba triste por alguna tontería y él me encontró en el jardín. No dijo nada, solo se sentó a mi lado. Y luego, sin previo aviso, me besó. Fue un beso torpe, rápido, pero fue mi primero. Al día siguiente, actuó como si nada hubiera pasado. Y yo, por vergüenza, también lo hice. Nadie lo sabía. O eso creía yo.
Rodrigo no reaccionó a la provocación de Santiago. Su mirada seguía fija en mí, esperando una respuesta a su pregunta. Pero ahora la pregunta tenía un peso diferente. No era solo curiosidad. Era una demanda. Una reclamación.
Me sentí desnuda, expuesta. Los tres me rodeaban, cada uno reclamando una parte de mí que yo ya no estaba dispuesta a dar.
"Váyanse al diablo," susurré, la rabia finalmente superando el miedo y la humillación. "Todos ustedes."
Me di la vuelta, subí a mi auto y arranqué, dejando atrás a los tres hombres parados en medio de la carretera, mirándome ir. Por primera vez, yo tenía el control del volante. Y sabía exactamente a dónde me dirigía: a un lugar muy lejos de ellos.
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