Había sido Geovanny Borgia quien, semanas atrás, la trajo de manera clandestina usando una de las entradas secretas que solo los fundadores conocían.
Todo debía ser discreto. La dulce Eira, la que quería como a una hija y la mejor de sus monjas, había querido ayudar en cuanto supo de la misteriosa paciente. Pero Rowena, firme, la había negado el acceso y la había enviado a su habitación, con la excusa de preservar la paz de la interna.
Ahora, a solas, la abadesa tomó la mano de la mujer enferma, sintiéndola arder como el fuego.
-No entiendo por qué te trajeron aquí... -susurró Rowena, angustiada.
La mujer abrió los ojos apenas un instante, pero el delirio de la fiebre se los volvió a cerrar. La abadesa, al borde de las lágrimas, continuó, como si buscara liberar el peso que oprimía su pecho:
-No podré ocultarte para siempre.
Ella... -su voz tembló- ella preguntará quién eres.
Y sabrá la verdad... en cuanto te vea.
Rowena cubrió su rostro con las manos y lloró en silencio, el dolor rompiéndole el alma. Porque sabía que la llegada de aquella mujer cambiaría todo. Que su protegida, su amada Eira, no podría escapar al destino sellado antes de su nacimiento.
Mientras tanto, en el Vaticano, bajo los frescos del techo que parecían mirar desde los cielos, el cardenal Geovanny Borgia paseaba lentamente por su habitación.
La soledad era su aliada; el silencio, su escudo. Sabía que el nuevo pontífice, Innocentius XII, planeaba alejarlo.
Sabía que su influencia en el Colegio de Cardenales era un obstáculo para los oscuros designios del actual trono papal. Pero también sabía que la elección del pontífice había estado viciada de trampas y engaños, y que más pronto que tarde la verdad emergería. Por eso, debía actuar con inteligencia. Y por eso era urgente cumplir la misión que su verdadero amigo, Edward Thorne Ashcombe, le había encomendado.
Mientras caminaba, meditaba sobre otro asunto que le pesaba: Entienne Valois. El joven inquisidor, su antiguo pupilo, había caído en una senda oscura, cegado por la masacre y la intolerancia disfrazada de fe.
Borgia sabía que su deber era mostrarle el verdadero camino. Pensó entonces en la única esperanza que les quedaba: La Orden del Equilibrio.
Una sociedad secreta, fundada hacía siglos para mantener el delicado balance entre religión y política. Su creador había sido un hombre legendario, un vikingo llegado a las costas inglesas antes de que la historia misma se atreviera a nombrarlo.
Su nombre era Erik Thorvaldsson el Sabio, un guerrero que abandonó el saqueo para abrazar la fe cristiana, sin renunciar jamás a su sentido de la justicia.
Bajo el amparo de esa antigua sociedad, generación tras generación, se protegía el libre albedrío de los hombres frente a la corrupción del poder. La Orden del Equilibrio aún vivía, en susurros y acciones invisibles, y Borgia con Rowena eran unos de sus guardianes. Lamentablemente, sus planes inmediatos habían sufrido un revés:
Gracias a sus informantes, supo que Entienne ya había partido hacia Escocia, en busca del "hereje" que tanto deseaba exterminar.
Lo bueno era que Entienne no sabía a quién buscaba realmente.
No sabía si era hombre o mujer.
No sabía que el verdadero secreto estaba mucho más cerca de lo que imaginaba. Borgia suspiró, mirando hacia la ventana donde la noche comenzaba a caer sobre Roma.
Dejaría que el tiempo...
Y que Dios...
Mostraran a todos cuál era el verdadero camino. Mientras tanto, en una habitación oculta de Cornualles, el destino de Eira latía, todavía dormido... pero ya empezaba a despertar.
El invierno había llegado con una crudeza inusitada a Cornualles.
El año de 1817 agonizaba entre tormentas y frío implacable, trayendo consigo las consecuencias de tiempos turbulentos.
En Inglaterra, la hambruna del posguerra aún se hacía sentir, producto de los estragos de las Guerras Napoleónicas recién finalizadas.
Las malas cosechas, combinadas con las políticas injustas como las Corn Laws, habían llevado a los campesinos a la miseria, y en los campos de Cornualles los hombres luchaban cada día por extraer de la tierra helada lo poco que podían llevar a sus mesas.
La desesperanza se respiraba en el viento, tan cortante como cuchillas.
Sin embargo, la Abadía de St. Caelia, perdida entre riscos y acantilados, seguía siendo un refugio silencioso para almas desgarradas.
La mujer que semanas atrás había sido traída en secreto por Geovanny Borgia ahora estaba lúcida.
Su mente, aunque aún débil, se había despejado de la niebla de la fiebre.
Sin embargo, obedeciendo las instrucciones estrictas de la abadesa Rowena, no salía de su habitación sino hasta que todo en la abadía estuviera sumido en el sueño más profundo.
La explicación era sencilla: su presencia debía permanecer oculta.
Ni siquiera las monjas debían sospechar.
Ella había aceptado esas condiciones sin rebelarse, agradecida de no volver a estar encerrada en la soledad fría de aquella torre de castillo donde había languidecido durante años.
Pero la sangre siempre llama.
Y aquella madrugada, en que la lluvia azotaba los ventanales como látigos, y el viento parecía querer arrancar las piedras mismas de los muros, la mujer sintió la imperiosa necesidad de caminar.
De sentir el mundo vivo bajo sus pies.
Se colocó un manto grueso, de lana burda, que la abadesa le había dejado, y salió de su habitación.
Los caminos de piedra, cubiertos de musgo resbaladizo, se extendían como arterias verdes entre los jardines apagados de la abadía.
El aire helado le calaba hasta los huesos, pero ella avanzó, dejando que la humedad le pegara el cabello al rostro y que el sonido de los animales nocturnos -el aullido lejano de un zorro, el ulular de un búho- acompañaran su solitario paseo.
Mientras tanto, en otro extremo de la abadía, una jovencita no encontraba descanso.
Eira, con apenas diecisiete años, se revolvía una y otra vez sobre su estrecha cama.
Las habitaciones de las monjas benedictinas eran austeras hasta el extremo.
Pequeñas celdas de piedra, con paredes desnudas, iluminadas apenas por una vela temblorosa sobre una mesilla tosca.
Cada celda contenía lo estrictamente necesario: una cama estrecha de madera maciza, un jergón de paja envuelto en una sábana de lino rústico, una manta gruesa para soportar el frío, un reclinatorio para la oración, y un sencillo crucifijo de hierro sobre la pared.
No había lujos. No había comodidad. Solo silencio, soledad y obediencia.
Eira, sin embargo, no podía permanecer en su cama.
Una inquietud la había atrapado.
Algo más fuerte que la lógica, más intenso que la obediencia ciega que debía al hábito.
Se envolvió en su manta marrón, se colocó unos zuecos de madera, y salió a los pasillos.
Los grandes corredores de la abadía se extendían como ríos de piedra, con arcos de medio punto, iluminados aquí y allá por antorchas que chisporroteaban contra la humedad.
Eira caminaba descalza sobre las piedras frías, sosteniendo la manta con una mano y con la otra tocando la pared, como buscando seguridad.
No debía.
Sabía que no debía.
La Madre Rowena le había prohibido acercarse a la mujer desconocida.
Pero su juventud y su curiosidad fueron más fuertes.
Avanzó hacia el ala más apartada, aquella que alguna vez había pertenecido a las peregrinas enfermas, pero que ahora era usada para ocultar algo... o alguien.
Al llegar al final del pasillo, donde una pesada puerta de roble marcaba el límite del acceso, se detuvo.
Sintió el corazón latirle con fuerza.
Desde el otro lado de la puerta llegaba el eco de pasos...
Pasos ligeros, de alguien caminando sin rumbo.
Eira tragó saliva, cerró los ojos un instante, y entonces, sin saber exactamente por qué, empujó la puerta apenas un poco... solo para mirar.
Lo que vio la dejó sin aliento.
Bajo la luz pálida de la luna, filtrándose por una ventana rota, la figura de la mujer desconocida parecía un espectro.
Sus cabellos oscuros flotaban al viento, su manto ondeaba como las alas de un ángel caído.
Y aunque nunca la había visto de cerca...
Aunque la abadesa nunca había dicho su nombre...
Eira sintió, con una certeza que le heló la sangre, que aquella mujer no era una extraña.
Era como si, en algún rincón olvidado de su alma, ya la conociera.
Y la sangre... esa sangre dormida... comenzaba a despertar.
La tibieza del fuego y la fragancia suave del té recién preparado habían tejido un pequeño refugio para ambas, alejándolas por unas horas del mundo hostil y de las memorias dolorosas.
Eira, curiosa como todo espíritu joven, recostó la cabeza en su mano y miró a Eleonora con una chispa de intriga iluminándole el rostro.
-¿Y qué pasó después...? -preguntó en voz baja-. ¿Qué fue de ti cuando escapaste?
Eleonora bebió otro sorbo de té, buscando coraje entre las sombras de la taza humeante.
No podía decirle toda la verdad, pero sí podía contarle la historia de una manera velada... esperando que su corazón entendiera lo que sus labios no se atrevían a confesar.
-Hubo un tiempo -comenzó, su voz suave como el susurro de las brasas- en que una mujer noble fue obligada a casarse con un hombre poderoso.
No lo amaba, pero debía obedecer... porque así era el destino para muchas de nosotras.
En su soledad, esta mujer encontró el amor verdadero en alguien que no estaba destinado para ella... y de ese amor nació una criatura, una pequeña niña.
Eira abrió más los ojos, embelesada por la historia.
-Pero el mundo no es amable con los errores de las mujeres -continuó Eleonora, su mirada perdida en el fuego-.
La separaron de su hija, apenas vio la luz del mundo.
La entregaron en secreto a hombres poderosos que prometieron cuidarla... y a ella, la mujer, la enviaron a vivir encerrada lejos de todo lo que alguna vez amó.
Eira sintió un nudo en la garganta, como si esa historia resonara en algún rincón muy profundo de su ser.
Sin saber exactamente por qué, sus ojos se humedecieron.
-¿Y nunca más volvió a verla? -preguntó en un susurro.
Eleonora negó lentamente con la cabeza, los ojos brillándole de tristeza.
-No... nunca -respondió, su voz apenas audible-.
Solo podía soñar con ella. Imaginar cómo crecería, si estaría sana, si sería feliz.
Hubo un breve silencio.
Solo el crepitar de la madera acompañaba sus pensamientos.
Entonces, Eleonora giró el rostro hacia Eira y con una mirada cargada de ternura y temor, preguntó:
-Si tú... hubieras sido esa niña...
Si ahora supieras que tus padres te amaron, que fueron forzados a alejarse de ti... ¿Qué sentirías? ¿Qué harías?
Eira parpadeó, sorprendida por la intensidad de la pregunta.
Se quedó pensando un momento, dejando que su corazón hablara antes que su razón.
-Los amaría por siempre -dijo finalmente, con una dulzura inquebrantable-.
Porque aunque no hayan estado conmigo... su amor me dio la vida.
Porque sé que no fue su culpa, y que aunque estuvieran lejos, su corazón siempre estuvo conmigo.
Los amaría sin reproches, con toda mi alma.
Eleonora cerró los ojos un instante, como quien recibe un bálsamo sobre una herida abierta desde hace demasiado tiempo.
Su pecho subió y bajó en un suspiro tembloroso.
Eira, aún llena de esa ternura que vibraba en la habitación, decidió entonces devolver la pregunta:
-¿Y tú...? -dijo, inclinándose un poco hacia ella-.
Si pudieras cambiar las cosas del pasado, ¿lo harías?
Eleonora dejó escapar una risa breve, amarga.
-No lo sé -murmuró-.
Allá fuera, en el mundo que nos niega la voz y la voluntad a las mujeres, no tenemos opción real.
Yo... me embaracé cuando ya era una mujer casada -confesó con tristeza-.
Y nuestros errores, nuestros "pecados", se pagan con soledad y destierro.
Bajó la mirada, recordando el eco de su encierro.
-Me alejaron de mi bebé... del hombre a quien realmente amaba.
Y como no le pude dar un hijo varón al rey, me aisló, me borró como si nunca hubiera existido.
Quizá... quizá habría escapado, habría huido lejos con mi niña... pero una mujer sola allá fuera... no sobrevive.
Para nosotras no hay salvación más allá de estas paredes.
Eira bajó también la mirada, pensativa.
-Yo no conozco allá fuera... -dijo en voz baja, casi como si hablara consigo misma-.
Siempre he vivido en esta abadía.
A veces me pregunto... ¿cómo será el mundo más allá de los muros?
Eleonora la miró con infinita tristeza.
-No te pierdes de mucho, pequeña -contestó seria-.
Allá fuera, para los hombres, la vida puede ser aventura y gloria...
Pero para nosotras, casi siempre, es dolor y sacrificio.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas y dolorosas.
Eira, percibiendo la tristeza profunda que emanaba de Eleonora, no preguntó más.
Un largo bostezo se escapó de sus labios sin querer, recordándole que llevaba despierta toda la noche.
-Debo retirarme... -dijo con voz cansada-.
Hoy temprano nos toca trabajar en el invernadero.
Pero antes de que pudiera levantarse del todo, Eleonora la detuvo tomándola de la mano con una súplica desesperada.
-Quédate conmigo... -pidió-.
Déjame abrazarte... como si fueras mi hija, solo por un momento... por favor.
Eira, enternecida, asintió.
Se acomodaron juntas en la cama, envueltas en la manta tibia.
Eleonora abrió los brazos con timidez, y Eira se dejó abrazar.
Fue un momento mágico.
Eleonora cerró los ojos, sintiendo en su pecho el calor de la vida que una vez dio al mundo y le fue arrebatada.
Cada latido de Eira era como una melodía que sanaba poco a poco las grietas de su corazón.
Apretó a la joven contra sí, sintiendo que por fin, después de años de vacío, abrazaba su propia alma.
Para Eira, el abrazo de Eleonora fue distinto a cualquier otro que hubiese recibido.
Más allá del cariño que la abadesa Rowena siempre le ofreció, había en ese abrazo algo más:
Una sensación de hogar perdido, de ternura profunda, de amor incondicional que no necesitaba palabras.
Se acurrucó contra ella, cerrando los ojos mientras el fuego crepitaba suavemente, y el viento de invierno golpeaba los vitrales en la distancia.
Así, abrazadas bajo el manto de la noche, ambas se quedaron dormidas.
Y mientras dormían, en algún lugar del universo, las almas heridas encontraban un breve instante de paz.
El invierno seguía rugiendo fuera de los muros, pero en aquella habitación humilde, había nacido una nueva esperanza.