La búsqueda fue inútil. Los hombres de Ricardo volvieron con las manos vacías, confirmando que no había rastro de Sofía en ninguna de las casas.
La frustración de Ricardo explotó.
"¡Vieja mentirosa!", gritó, agarrando a la abuela por los frágiles hombros. "¿Dónde la escondes? ¡Te juro que si no me lo dices ahora mismo, quemaré este maldito pueblo hasta los cimientos!".
La anciana soportó el dolor, su rostro una máscara de determinación y pena.
"Ya le dije la verdad, señor. Que Dios la perdone".
Justo en ese momento, una pequeña figura salió corriendo de la choza de la abuela, un torbellino de furia en miniatura.
"¡Suelta a mi abuela!".
Era un niño, de no más de cinco años. Tenía el pelo negro y revuelto, la cara sucia de tierra y lágrimas, pero sus ojos... sus ojos ardían con una intensidad que detuvo a Ricardo en seco.
Eran sus ojos.
Los mismos ojos oscuros y profundos que él veía en el espejo cada mañana. La misma mandíbula terca, la misma forma de la nariz. Era como verse a sí mismo en una versión diminuta y desafiante.
El agarre de Ricardo sobre la abuela se aflojó. Se quedó mirando al niño, una confusión helada apoderándose de él.
El niño se paró frente a Ricardo, sin mostrar miedo, solo una ira protectora.
"No toques a mi abuela", repitió, su vocecita temblando pero firme.
La abuela se arrodilló y abrazó al niño, tratando de protegerlo con su propio cuerpo.
"Mateo, mi niño, entra a la casa", le susurró.
Pero el niño no se movió. Siguió mirando a Ricardo, y entonces, con la cruel inocencia de un niño que no entiende las consecuencias, soltó las palabras que harían añicos el mundo de Ricardo.
"Tú eres el hombre malo", dijo Mateo, su voz clara en el silencio tenso. "Mi mamá me habló de ti. Se llamaba Sofía. Dijo que tú la querías mucho, pero que luego la dejaste para irte con otra mujer. Dijo que la mandaste aquí para que no estorbara".
Cada palabra era un golpe.
Sofía.
Su hijo.
Ricardo sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Miró del niño a la abuela, buscando una negación, una explicación, cualquier cosa. Pero la cara de la abuela solo confirmaba la verdad.
"¿Mi... hijo?", susurró Ricardo, la palabra extraña y ajena en su boca.
El niño asintió, las lágrimas finalmente brotando de sus ojos.
"Mi mamá está muerta. Unos hombres malos le sacaron toda la sangre. Dijeron que era para una tal Isabella. ¿Tú la conoces? ¿Tú los mandaste?".
La pregunta, tan directa y sin malicia, fue la acusación más devastadora que Ricardo había escuchado en su vida. Sintió un dolor agudo en el pecho, un dolor tan intenso que lo dejó sin aliento, un vacío que amenazaba con consumirlo. Negación, dolor, rabia, todo se mezcló en un cóctel venenoso dentro de él. Su hijo. El hijo que nunca supo que existía. Y Sofía... muerta, desangrada por orden de la mujer que él adoraba.