Al día siguiente, Laura me acorraló junto a los casilleros. Su sonrisa era puro veneno.
"Oye, Sofi," empezó con ese tono meloso que tanto odiaba. "¿Vas a participar en el concurso para la beca de diseño?"
"Sí," respondí secamente, sin mirarla.
"Qué bien," dijo, acercándose más. "Hay que tener cuidado, ¿sabes? A veces, un pequeño error el día de la presentación puede arruinarlo todo, un dolor de estómago, un dolor de cabeza..."
Hizo una pausa, saboreando el momento.
"O tal vez una bebida que te caiga mal."
Mi sangre se congeló.
Mis dedos se clavaron con tanta fuerza en la palma de mi mano que sentí que la piel se rompía.
El recuerdo me golpeó con la fuerza de un tren.
En mi vida pasada, el día de la audición, Laura me había traído una "bebida especial para los nervios".
Como una idiota, confié en ella.
La bebí.
A mitad de mi presentación frente a los jueces, un dolor agudo me dobló en dos, mi visión se volvió borrosa y vomité en medio del escenario.
Fue el fin. La humillación absoluta.
La beca fue para Carlos, quien presentó un portafolio sospechosamente parecido a los bocetos que yo había perdido unas semanas antes.
Ahora entendía. No fue mala suerte, fue un plan. Un plan cruel y deliberado.
Levanté la cabeza y la miré. La sorpresa en su rostro al ver mi calma fue casi satisfactoria.
"Gracias por el consejo, Laura," dije, mi voz sin inflexiones. "Lo tendré muy en cuenta."
Me di la vuelta y me alejé, dejándola con la palabra en la boca.
Mientras caminaba, una especie de risa amarga brotó de mi interior.
Eran tan estúpidos.
Creían que porque les funcionó una vez, les funcionaría de nuevo.
Creían que yo era la misma chica ingenua.
Carlos, en particular, era un imbécil de manual. Estaba tan seguro de su "destino" de éxito que ya había abandonado cualquier apariencia de esfuerzo.
Dejó de ir a las clases de la tarde, las que eran cruciales para preparar el examen de admisión a la universidad.
Decía que necesitaba ese tiempo para "trabajar y ganar dinero para los caprichos de Laura".
Laura, por su parte, estaba encantada.
Cada día aparecía con algo nuevo, unos tenis de edición limitada, el último celular, bolsas que claramente no podía permitirse.
Carlos se la pasaba trabajando de mesero en un restaurante, pero era obvio que su sueldo no alcanzaba para tanto.
Pronto, el director de la escuela lo mandó llamar.
Carlos se había saltado tantas clases que le levantaron un reporte, una mancha enorme en su expediente académico.
Empezó a juntarse con un grupo de chicos que tenían fama de problemáticos, los que se la pasaban fumando detrás del gimnasio y se sentían orgullosos de sus malas calificaciones.
Una tarde, mientras yo subía las escaleras hacia la biblioteca, me los topé de frente.
Estaban bloqueando el paso, riendo a carcajadas.
"Miren a quién tenemos aquí," dijo Carlos, arrastrando las palabras, olía a cigarro. "La señorita perfecta, la que se la pasa estudiando."
Uno de sus nuevos amigos me miró de arriba abajo.
"¿Qué tanto estudias, preciosa? ¿No te cansas?"
"Déjenla," dijo Laura, apareciendo detrás de ellos, con una sonrisa de suficiencia. "No tiene tiempo para divertirse. Está demasiado ocupada soñando con una beca que nunca va a ganar."
El grupo estalló en risas.
Yo los miré, uno por uno, grabando sus caras en mi memoria.
Me sentí como si estuviera viendo una película mala, una donde los villanos son tan torpes y predecibles que dan lástima.
No dije nada.
Simplemente los rodeé y seguí subiendo las escaleras, cada paso firme y decidido.
Su risa se fue apagando a mis espaldas.
No importaba.
Mientras ellos se hundían en su propia estupidez, yo estaba escalando.
Y la vista desde la cima sería espectacular.