Mientras me preparaba, escuché por casualidad las noticias en la pequeña televisión de la habitación. Hablaban de un escándalo en una empresa importante, de cómo el director había sido descubierto en una situación comprometedora. Por un momento, sentí un escalofrío.
Recordé la llamada que Carlos había recibido mientras yo empacaba. No pude oír mucho, pero sí noté el pánico en su voz. "¡No puede ser!", "¡Arréglalo ahora mismo!". Su voz era tensa, urgente, de una manera que nunca había usado conmigo.
Fue un contraste doloroso. Pensé en todas las veces que le había hablado de mis preocupaciones por la salud de mi hermano Pedro. Su enfermedad era grave y el tratamiento, increíblemente caro. Cada vez que intentaba hablar con él sobre el estrés, sobre el miedo que sentía, Carlos me respondía con una indiferencia apenas disimulada.
"Todo saldrá bien, Elvira", decía, sin apartar la vista de su laptop. "No te preocupes tanto".
O peor aún: "Ahora no tengo tiempo para esto, estoy ocupado".
Su calma frente a mi desesperación, a la posible tragedia de mi familia, era insultante. Pero anoche, por un asunto relacionado con Sofía y su reputación, su voz estaba llena de una angustia que nunca había mostrado por mí o por mi hermano.
Me di cuenta, con una claridad que dolía, de cuánto tiempo me había estado engañando a mí misma. Había justificado su frialdad como concentración en el trabajo, su distancia como parte de su personalidad. Había inventado excusas para él, había construido un castillo de naipes sobre la idea de que nuestro matrimonio, aunque imperfecto, era real.
Ahora, el castillo se había derrumbado y veía la realidad con una crudeza brutal. Él no me amaba. Quizás nunca lo había hecho. Y yo ya no podía seguir ignorándolo.
Llegué al registro civil a las diez en punto. El lugar estaba lleno de parejas, algunas felices por casarse, otras con la misma expresión sombría que yo debía tener. Me senté en una de las incómodas sillas de plástico y esperé.
Pasaron diez minutos. Luego veinte. Media hora.
Carlos no aparecía.
Le marqué a su celular. Sonó varias veces antes de que la llamada se fuera al buzón de voz. Le envié un mensaje.
"¿Dónde estás? Te estoy esperando".
No hubo respuesta.
La rabia empezó a burbujear dentro de mí, reemplazando la tristeza. ¿Incluso en esto iba a humillarme? ¿Dejándome plantada como una tonta?
Esperé quince minutos más. Cuando estaba a punto de levantarme e irme, mi teléfono sonó. Era un número desconocido. Dudé un segundo antes de contestar.
"¿Hola?".
"¿Es usted la señora Elvira?", preguntó una voz de mujer, joven y un poco nerviosa.
"Sí, soy yo. ¿Quién habla?".
"Soy... soy la nueva recepcionista en la empresa del señor Carlos. Él me pidió que le llamara".
Fruncí el ceño. "¿Por qué no me llama él?".
Hubo una pausa. "Él está en una reunión muy importante. No puede ser interrumpido. Me dijo que le informara que no podrá asistir a su cita hoy".
"¿Una reunión importante?", repetí con sarcasmo. "Más importante que nuestro divorcio, al parecer".
La chica al otro lado de la línea pareció incómoda. "Lo siento, señora, yo solo sigo órdenes. También me pidió que le dijera que... que la señorita Sofía ha sido nombrada nueva Directora de Marketing".
Me quedé helada. El teléfono casi se me resbala de la mano.
"¿Qué?", logré decir.
"Sí, señora. El anuncio se hizo oficial esta mañana". Se escuchó un murmullo de fondo, y luego la voz de otra mujer, una voz que reconocería en cualquier parte, arrogante y triunfante. Era Sofía.
"¡Pásame el teléfono, inútil!", escuché que decía Sofía a lo lejos. Luego, su voz sonó directamente en mi oído.
"¿Elvira? Querida, qué pena que Carlos no pudo ir. Surgió algo... de suma importancia. Pero no te preocupes, cuando seamos socios oficiales, te mandaremos una invitación a la fiesta. Si es que todavía estás en la ciudad, claro".
Y colgó.
Me quedé mirando el teléfono, con su risa burlona todavía resonando en mi cabeza. Directora de Marketing. Socia.
La pieza que faltaba en el rompecabezas encajó en su lugar, y la imagen que formó era más fea y retorcida de lo que jamás había imaginado.