La Heredera Vengada
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Capítulo 2

Mi infancia fue un prólogo de humillación.

Vivía con mi madre en una pequeña casa de adobe a las afueras del pueblo.

Ella era hermosa, o al menos eso decían las fotos viejas.

Para cuando yo la recuerdo, su belleza estaba marchita por la pobreza y la desesperación.

Don Ricardo Vargas la había seducido con promesas de amor y una vida mejor, y la había abandonado tan pronto como su esposa legítima, Doña Guadalupe, quedó embarazada de Sofía.

Mi madre nunca lo superó.

"Tú eres mi única esperanza, Elena," me decía, mientras me peinaba con demasiada fuerza. "Tienes la sangre de los Vargas. Tienes que ir allí y reclamar lo que es nuestro."

Cuando yo tenía seis años, su desesperación llegó a un punto de quiebre.

Me llevó al centro comercial más lujoso de Guadalajara.

Me vistió con mi único vestido bueno, uno que le quedaba pequeño a una prima.

Y allí, en medio de la multitud, me subió a la barandilla del segundo piso.

"Si no me ayudas, Ricardo," gritó al teléfono, con el rostro descompuesto por las lágrimas, "la tiro. Te juro por Dios que la tiro. Y todo el mundo sabrá que dejaste morir a tu propia hija."

Yo temblaba, aferrada a su brazo, mirando el suelo de mármol muy, muy abajo.

No entendía mucho, pero entendía el terror.

La respuesta de Don Ricardo fue fría y pragmática.

"Tráela al rancho. Pero no esperes nada para ti. Olvídate de que existo."

Doña Guadalupe fue aún más cruel.

La escuché por el teléfono, su voz como un látigo.

"¿Quieres que criemos a tu bastarda? Bien. Tráela. Sofía necesita un nuevo juguete. Y a mí me vendrá bien tener a alguien que limpie los pisos. Considéralo un acto de caridad."

Así fue como llegué al rancho "La Promesa" .

No como una hija, sino como un juguete, como una sirvienta.

Lo primero que vi al bajar del destartalado taxi fue a Sofía.

Era una muñeca de porcelana, con un vestido rosa lleno de olanes y dos coletas perfectas.

Me miró de arriba abajo, con sus grandes ojos azules llenos de desdén.

Yo era pequeña, flacucha, con la piel tostada por el sol y un vestido raído.

"¿Esta es mi nueva hermana?" preguntó a su madre, arrugando la nariz. "Parece un perro callejero."

Doña Guadalupe sonrió.

"No es tu hermana, mi amor. Es... una ayuda."

Sofía sonrió también, una sonrisa que no llegó a sus ojos.

"¡Ah! Entonces puede jugar conmigo."

Su juego consistió en soltar a sus dos perros dóberman.

"¡Atrápenla!" gritó, riendo a carcajadas mientras yo corría por mi vida, tropezando y cayendo sobre la grava.

Los peones intervinieron antes de que los perros me alcanzaran.

Don Ricardo miró la escena desde el porche, con un vaso de tequila en la mano, sin mover un solo músculo.

Esa fue mi bienvenida.

Aprendí rápido.

Para sobrevivir, tenía que ser invisible.

Tenía que tener los ojos siempre abiertos para ver qué se necesitaba, para anticipar las órdenes.

Tenía que ser silenciosa, no molestar, no pedir nada.

"Tienes que ser útil, Elena," me dijo Juan, un joven peón que se compadeció de mí. "Si eres útil, te dejarán en paz."

Juan se convirtió en mi único amigo, mi confidente silencioso.

Él veía todo, los desprecios de Doña Guadalupe, las crueldades de Sofía, la indiferencia de Don Ricardo.

Y en sus ojos, yo veía un reflejo de mi propio odio.

Mi oportunidad de cambiar mi estatus llegó cuando Doña Guadalupe cayó enferma.

Una neumonía grave que la tuvo en cama durante semanas.

Sofía, quejándose de los gérmenes, se negaba a entrar en su habitación.

Don Ricardo estaba demasiado ocupado con el negocio.

Fui yo quien se quedó a su lado.

Día y noche.

Le cambiaba las compresas frías, le daba sus medicinas, le leía la Biblia, aunque apenas sabía leer.

Le sostenía la mano cuando tenía fiebre y deliraba.

No lo hacía por amor.

Lo hacía por estrategia.

Cuando finalmente se recuperó, algo en su mirada hacia mí había cambiado.

El desprecio seguía allí, pero ahora había una pizca de... necesidad.

Se había acostumbrado a mi presencia, a mis cuidados.

"Eres una buena chica, Elena," me dijo un día, con voz todavía débil. "Mucho más agradecida que otros."

Fue una pequeña victoria, pero fue una victoria.

Mi estatus pasó de "sirvienta" a "acompañante de la señora" .

Comía en la cocina, pero comía la misma comida que ellos.

Dormía en un cuarto pequeño junto al de ella, no en el barracón de los sirvientes.

Sofía estaba furiosa.

"¡La estás tratando como si fuera de la familia! ¡Es una bastarda, mamá!"

"Cállate, Sofía," le respondió Doña Guadalupe, con una dureza que me sorprendió. "Elena me cuidó cuando tú me abandonaste. Aprende un poco de gratitud."

La verdadera crisis estalló unos meses después.

Doña Guadalupe, a sus cuarenta y tantos años, quedó embarazada de nuevo.

Fue un milagro, dijeron los médicos.

Para Sofía, fue una catástrofe.

"¡No! ¡No quiero otro hermano!" gritó, rompiendo un jarrón carísimo. "¡Yo soy la única heredera! ¡Este bebé me va a robar todo!"

La casa se convirtió en un campo de batalla.

Los gritos de Sofía eran constantes.

Don Ricardo, por primera vez, parecía genuinamente feliz con la noticia del nuevo heredero varón.

Y yo, en medio de todo, seguía jugando mi papel.

La chica callada, sumisa, que cuidaba a Doña Guadalupe con devoción.

Le preparaba tés especiales para las náuseas, le masajeaba los pies hinchados, le leía salmos para calmarla.

Y mientras lo hacía, mantenía una correspondencia secreta con Diego Navarro.

Él era el hijo de otro ranchero tequilero, el prometido de Sofía desde la cuna.

Un arreglo de negocios, como todo en este mundo.

Le escribía cartas, contándole mi triste vida, exagerando las crueldades de Sofía, pintándome como una santa mártir.

Él me respondía, con palabras de consuelo que, en ese entonces, yo creía sinceras.

No sabía que mi plan de seducirlo para vengarme de Sofía era, en realidad, parte de su propio plan para apoderarse de todo.

Pero incluso entonces, en mi ignorancia, sentía que estaba moviendo las piezas de un tablero invisible.

Y esperaba pacientemente el momento de dar jaque mate.

            
            

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