"Veo que estás usando la tablet, mi amor", le dijo un día, con una sonrisa condescendiente, "¿te ayuda a distraerte?".
"Solo veo cosas", respondió ella con voz neutra, sin apartar la vista de la pantalla, "paisajes, lugares lejanos".
Él no le dio más importancia, su arrogancia era su mayor debilidad.
Para celebrar su inminente segunda alta del hospital, Ricardo decidió organizar una pequeña fiesta en su casa, solo con su círculo íntimo.
"Será algo tranquilo, mi vida", le aseguró, "solo para que te sientas querida y apoyada, para que olvides la tragedia del taller".
La palabra "tragedia" sonó como una burla en sus labios, Ximena sabía que la fiesta era otra trampa, otra oportunidad para humillarla o lastimarla.
"No tengo ganas, Ricardo", dijo ella, probando su reacción.
"Insisto", dijo él, su tono se endureció ligeramente, "necesitas esto, necesitas ver a tus amigos".
Sus "amigos". Los mismos que se reían de su desgracia.
"Está bien", cedió ella, su sumisión era su mejor arma, "si es lo que quieres".
La noche de la fiesta, la casa de Ricardo estaba llena de risas y música suave, los cómplices de su prometido la saludaban con una piedad fingida que le revolvía el estómago.
Ricardo la llevó a un pequeño cuarto oscuro en el sótano, que había convertido en una cava de vinos.
"Quiero mostrarte una botella especial", dijo, su voz era un susurro en la oscuridad, "una que guardaba para una ocasión como esta, nuestro nuevo comienzo".
Ximena sintió una punzada de ansiedad, el espacio era pequeño, claustrofóbico, el olor a humedad y vino viejo le llenaba los pulmones.
Él la dejó sola un momento, con la excusa de ir a buscar un sacacorchos.
"No te muevas, vuelvo en un segundo", dijo, y cerró la puerta.
El clic de la cerradura resonó en el silencio, Ximena intentó abrir la puerta, estaba cerrada con llave.
El pánico la golpeó con fuerza, la oscuridad la envolvía, densa, asfixiante, el espacio reducido le recordaba al interior del horno, a un ataúd.
El trauma de la explosión, que había mantenido a raya con una voluntad de hierro, la asaltó de repente, su respiración se aceleró, su corazón martilleaba contra su pecho, las paredes parecían encogerse a su alrededor.
Recordó la oscuridad, el calor, el dolor, el sonido de la risa de Ricardo.
Estaba atrapada.
"¡Ricardo!", gritó, su propia voz sonando extraña, desesperada.
El sonido de su nombre en sus labios fue una ironía amarga, estaba pidiendo ayuda a su propio carcelero.
"¡Ricardo, sácame de aquí!", volvió a gritar, golpeando la puerta con sus puños.
Nadie respondió.
Solo el silencio, un silencio pesado y malicioso.
Entonces, escuchó pasos al otro lado de la puerta, pero no eran los de Ricardo.
La cerradura giró lentamente y la puerta se abrió, revelando a dos hombres que nunca había visto en su vida, sus rostros eran duros, sus sonrisas crueles.
"Vaya, vaya, miren lo que encontramos", dijo uno de ellos, su voz era rasposa, "la pequeña artista asustada".
El otro hombre se rió, una risa desagradable que le erizó la piel.
"Ricardo nos dijo que podríamos encontrar algo de diversión aquí abajo", dijo, acercándose a ella.
Ximena retrocedió hasta chocar con la pared de piedra, el terror puro la paralizó, entendió el plan de Ricardo.
No era solo encerrarla, era romperla, humillarla de la manera más vil posible antes de deshacerse de ella.