La Medalla Perdida
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Capítulo 4

La amenaza de Sofía sobre la base militar colgó en el aire, cargada de un peso que ni los matones ni Doña Elvira habían anticipado. El Chato soltó a Mateo con un empujón brusco y dio una orden silenciosa a sus hombres. Se retiraron, no con miedo, sino con la promesa de una violencia futura en sus miradas. Doña Elvira les lanzó una última mirada de desprecio antes de alejarse, murmurando sobre la falta de respeto de la juventud.

Sofía corrió hacia Mateo, abrazándolo con fuerza. Estaba temblando, pero ileso. La multitud, al ver que el drama había terminado, se dispersó lentamente, llevándose consigo los chismes y las falsedades.

Regresaron a casa en silencio, la adrenalina dando paso a un agotamiento profundo. Sofía sabía que solo había ganado una pequeña batalla, no la guerra. Había jugado su carta más fuerte, pero no tenía la pieza principal para respaldarla: la medalla.

Los días siguientes fueron una tortura de ansiedad. Vivían en un estado de sitio, saltando con cada ruido, cada sombra que pasaba por la ventana. Sofía no se atrevía a dejar a Mateo solo ni por un segundo. La amenaza de El Chato resonaba en su cabeza: "La próxima vez no seremos tan amables".

Y la próxima vez llegó una semana después.

Estaba afuera, tratando de remendar la cerca rota, cuando un convoy de autos de lujo se detuvo frente a su humilde casa. La calle polvorienta parecía encogerse ante la opulencia de los vehículos. Del auto principal descendió el Licenciado Vargas. Vestía un traje impecable, su sonrisa era la misma de los carteles, pulcra y falsa.

Pero no venía solo. A su lado, bajó una mujer joven y llamativa, vestida con ropa de diseñador y goteando joyas. Sofía la reconoció de inmediato: Lorena, la hija de un empresario rico con quien Vargas había estado haciendo negocios. Y detrás de ellos, el padre de Lorena y otros socios, todos con sonrisas de suficiencia. Era una demostración de poder, una forma de decirle que ella no era nada.

Sofía se quedó paralizada, la herramienta de jardinería cayendo de su mano.

Vargas se acercó, su sonrisa sin llegar a sus ojos fríos. "Sofía, qué gusto verte. Veo que has estado ocupada. Te presento a mi prometida, Lorena. Hemos venido a hacerte una última oferta, muy generosa."

Lorena la miró de arriba abajo con una mueca de asco, como si estuviera viendo un insecto.

"¿Esta es la casa? ¿Por este basurero están haciendo tanto escándalo?" dijo Lorena, su voz cargada de desprecio.

De repente, su mirada se posó en la puerta de la casa. Allí, clavado en la madera, había un pequeño escudo de latón, el emblema del regimiento del padre de Sofía. Era lo único que quedaba, aparte de la caja vacía, que recordaba su servicio. Un pequeño tributo que él mismo había puesto años atrás.

Antes de que Sofía pudiera reaccionar, Lorena caminó hacia la puerta.

"¿Y qué es esta cosa tan fea?" dijo. Con la punta de su zapato de tacón de aguja, golpeó el escudo. Luego, con una fuerza sorprendente, lo arrancó de la madera y lo arrojó al suelo polvorriento. Lo pisó, girando el tacón sobre el metal hasta que quedó abollado y rayado. "Mucho mejor. Arruinaba la vista."

Un rugido de pura rabia brotó de la garganta de Sofía. "¡No tenías derecho a hacer eso!"

Lorena se rió. "Querida, tengo derecho a hacer lo que quiera. Pronto, todo esto será un campo de golf de lujo. Y tú solo serás un mal recuerdo." Se volvió hacia Vargas y la multitud de aduladores. "No entiendo por qué pierden el tiempo con esta gente. ¿No pueden simplemente sacarlos? Mi papi dice que cuando los pobres se ponen tercos, solo hay que recordarles su lugar."

La humillación era insoportable. Pero lo que vino después fue peor.

Mateo, que había estado observando todo desde el umbral de la puerta, salió corriendo. No hacia los matones, sino hacia el escudo de latón abollado. Se arrodilló y lo recogió, tratando de limpiar el polvo con la manga de su camisa. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

"Era de mi papá," susurró, su vocecita rota por el llanto.

La escena pareció conmover a uno de los socios de Vargas, quien desvió la mirada, incómodo. Incluso Vargas pareció mostrar una fracción de segundo de vacilación, un parpadeo en su fachada de acero. Pero fue solo un instante.

El que sí reaccionó fue el padre de Lorena, un hombre corpulento y de cara rojiza. Se acercó a Mateo con pasos pesados.

"¡Quita esa basura de mis tierras, mocoso!" gritó. Y sin previo aviso, le dio una bofetada a Mateo.

El sonido resonó en el silencio tenso. Mateo cayó al suelo, el escudo de latón volando de sus manos. Se llevó una mano a la mejilla, donde una marca roja comenzaba a formarse. La sorpresa y el dolor en sus ojos eran devastadores.

El Licenciado Vargas no hizo nada. Se quedó allí, inmóil, viendo cómo su futuro suegro golpeaba a un niño huérfano. Su silencio era un grito de complicidad.

Para Mateo, ese fue el momento en que su mundo se hizo añicos. La figura del Licenciado Vargas, el hombre de los carteles, el benefactor del pueblo, se reveló como un monstruo. Y su silencio fue más cruel que el golpe mismo. Vio en los ojos de Vargas una indiferencia total, un vacío gélido que le dijo que él, Mateo, no importaba en absoluto. Su padre, su héroe, tampoco importaba. Nada importaba más que el dinero y el poder de esa gente.

El llanto de Mateo se convirtió en un sollozo desgarrador, no solo por el dolor físico, sino por la traición. La última pizca de fe infantil se extinguió en ese instante, reemplazada por una comprensión fría y adulta de la crueldad del mundo.

Sofía sintió que algo dentro de ella se rompía. La visión de su hermano en el suelo, llorando por un pedazo de metal abollado y por una traición que ningún niño debería experimentar, la llenó de una furia tan intensa que la dejó sin aliento. Ya no había negociación. Ya no había súplicas. Solo quedaba la guerra.

                         

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