Me di la vuelta y continué empacando. Su actuación ya no me afectaba. Mi corazón estaba muerto, y ella lo había matado. Sabía perfectamente de quién era ese bebé. Era el fruto de sus noches secretas con mi hermano.
Los siguientes meses fueron una pesadilla surrealista. Sofía usó su embarazo como un escudo, una excusa para todo. Continuaba su relación con Fernando, pero ahora lo hacía con un nuevo pretexto.
"Tengo que asegurarme de que Fernando esté bien, por el bien del bebé. No quiero que el estrés lo afecte," le decía a la familia, quienes asentían con aprobación.
La veía ir a su habitación cada noche. Escuchaba sus risas ahogadas a través de las paredes. Ya no sentía celos, ni rabia. Solo un profundo y asqueante hastío. Dejé de luchar, dejé de discutir. Me encerré en mí mismo, convirtiéndome en un espectador silencioso de mi propia vida destrozada.
Sofía, por supuesto, no perdió la oportunidad de culparme por su "infelicidad".
"Ricardo está tan distante," se quejaba con nuestros padres. "No se preocupa por mí ni por el bebé. Siempre está de mal humor. No sé qué más hacer".
Y la familia, como siempre, le creía. Me convertí en el villano de la historia, el esposo insensible que no apoyaba a su mujer embarazada. Mi padre me dio un sermón sobre mis "responsabilidades como hombre", mientras mi madre me miraba con decepción.
La situación empeoró cuando Fernando, en su infinita arrogancia, empezó a tratarme como a su sirviente.
"Ricardo, ya que no haces nada útil, ¿por qué no me traes un café?" me ordenaba desde el sofá.
"Ricardo, el coche necesita una lavada, anda".
La familia me obligaba a obedecer. "Hazlo por tu hermano, está pasando por un momento difícil," decían. Me mordía la lengua para no gritarles que el único que estaba pasando por un momento difícil era yo, y que ellos eran los culpables.
Una tarde, estaba en la cocina preparando la cena, como me habían ordenado. Fernando bajaba las escaleras, silbando alegremente. Llevaba una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado, obviamente acababa de ducharse después de una de sus "sesiones de consuelo" con Sofía. Al verme, sonrió con malicia.
"Cuidado con el suelo, hermanito, está mojado," dijo, y justo cuando pasaba a mi lado, "tropezó" y dejó caer un vaso de agua al suelo. Antes de que pudiera reaccionar, se resbaló deliberadamente en el charco y cayó al suelo, soltando un grito de dolor.
"¡Ahhh! ¡Mi pierna! ¡Ricardo me empujó!".
Sofía salió corriendo de la habitación de Fernando, envuelta en una bata. Al ver a Fernando en el suelo, su rostro se contrajo de pánico.
"¡Fernando! ¿Estás bien?" Corrió hacia él, ignorándome por completo. Se arrodilló a su lado, revisando su pierna con una preocupación que nunca me había mostrado a mí, ni siquiera cuando estuve enfermo con fiebre alta durante una semana. En ese momento, vi claramente para quién latía su corazón. Y no era para mí.