Ricardo reaccionó al instante. Me agarró por los hombros con una fuerza brutal y me sacudió.
"¿Qué crees que estás haciendo? ¿Te atreves a tocar a Camila?", rugió en mi cara, su aliento olía a té caro y a traición.
"¡Ella me lo confesó! ¡Ella lo planeó todo!", traté de explicar, luchando contra su agarre. "¡Es un monstruo, Ricardo, abre los ojos!".
Camila, desde la seguridad que le proporcionaba la espalda de Ricardo, rompió a llorar. Eran sollozos teatrales y convincentes.
"No sé de qué habla, Ricardo. Yo solo quería consolarla... Ella ha estado actuando muy extraño desde... bueno, ya sabes. Creo que el dolor la ha afectado mentalmente".
"¿Mentalmente afectada? ¡Me quitaste a mis bebés y ahora me llamas loca!", grité, forcejeando.
Ricardo me empujó con tanta fuerza que caí hacia atrás, golpeándome la espalda contra el borde de una mesa de madera. El dolor me dejó sin aire. Me quedé en el suelo, jadeando, mientras el mundo giraba a mi alrededor.
"Ya es suficiente, Sofía", dijo Ricardo, su voz era un látigo. "No voy a tolerar más tus delirios".
Camila se acercó a él, secándose las lágrimas falsas. Sacó una carta doblada de la manga de su vestido.
"Ricardo, yo... no quería mostrarte esto. No quería causarte más dolor. Pero creo que debes saber la verdad", dijo con voz temblorosa. Le entregó la carta.
Ricardo la tomó, la desdobló y sus ojos recorrieron las líneas. Vi cómo su rostro se endurecía aún más, su mandíbula se tensaba hasta convertirse en una línea de granito.
"¿Qué es eso?", pregunté desde el suelo, con un mal presentimiento.
Él me lanzó la carta. Cayó cerca de mí. Con manos temblorosas, la recogí. La caligrafía era una imitación torpe de la de Diego. La carta estaba llena de palabras de amor apasionado, de planes para escapar juntos, de afirmaciones de que los bebés eran de Diego y no de Ricardo. Era una falsificación burda, pero en la mente envenenada de Ricardo, era la prueba definitiva de mi traición.
"Es una mentira", susurré, horrorizada. "Diego nunca escribiría esto. ¡Es tu amiga la que miente!".
Ricardo se rió, un sonido hueco y terrible.
"¿Todavía lo niegas? ¿Incluso con la prueba en tus manos?", se agachó frente a mí, su rostro a centímetros del mío. Pude ver las pequeñas venas rojas en sus ojos. "Me das asco, Sofía. No solo me fuiste infiel, sino que intentaste hacerme criar a los bastardos de otro hombre".
"¡No! ¡No es verdad!", sollocé.
"Voy a hacer que te arrepientas", dijo en voz baja, y el sadismo en su tono me heló la sangre. "Voy a hacer que pagues por cada mentira. Y para empezar, voy a averiguar qué clase de brujería usaste para engañarme".
Me agarró del pelo y me arrastró por el suelo, sacándome del salón.
"¡Ricardo, no! ¡Por favor, créeme!", mis uñas arañaban el mármol, buscando en vano algo a lo que aferrarme.
Me llevó a su despacho, una habitación oscura con paneles de madera y olor a cuero viejo. Me arrojó al suelo como a un saco de basura.
"Vas a confesar", ordenó, cerrando la puerta con llave. "Vas a decirme cada detalle de tu engaño".
Cuando me negué, llorando y suplicando, su crueldad alcanzó un nuevo nivel. Me arrancó el camisón, dejándome expuesta y humillada sobre la alfombra.
"Si no hablas, tal vez tu cuerpo lo haga", amenazó, su mirada recorriéndome con una lascivia fría que me revolvió el estómago. "Veamos si tu amante te querrá después de que yo termine contigo".
El terror puro me invadió. Este no era el hombre del que me había enamorado. Este era un monstruo, un extraño consumido por los celos y la superstición. En ese momento de desesperación absoluta, algo dentro de mí se rompió. La súplica murió en mis labios. Lo miré directamente a los ojos, sin lágrimas, solo con un odio frío y profundo.
"Que te pudras en el infierno, Ricardo Guzmán", siseé con toda la convicción de mi alma rota. "Te maldigo a ti y a ella. Que nunca conozcan la paz. Que cada noche sueñen con los rostros de los hijos que asesinaste. Que su vida sea un infierno en la tierra, igual que han hecho con la mía".
Mi maldición pareció golpearlo. Retrocedió un paso, una sombra de duda o quizás de miedo en sus ojos. Fue solo un instante, pero lo vi. Mi desafío lo había descolocado. La bestia herida en su orgullo rugió, y su rostro se contorsionó en una máscara de pura rabia. Sabía que lo que vendría a continuación sería peor que cualquier cosa que hubiera sufrido hasta ahora.