Me levanté y caminé hacia mi buró. Ahí estaba el amuleto de la suerte que le había comprado a Alejandro en nuestro primer aniversario, un pequeño dije de obsidiana que supuestamente protegía de las malas energías. Él lo había usado un par de veces para complacerme y luego lo había olvidado en un cajón. Yo lo recuperé y lo guardé como un tesoro.
Lo tomé en mis manos. Era suave y frío. Durante años, representó mi amor, mi esperanza. Ahora solo sentía el peso de la mentira.
Caminé hacia el bote de basura y, sin dudarlo un segundo, lo dejé caer. El sonido sordo que hizo al chocar con el fondo fue extrañamente liberador.
Ese día, Alejandro insistió en que lo acompañara a casa de sus padres para "darles la noticia".
Su madre, una mujer elegante y fría, nunca me había aprobado. Me miró de arriba abajo cuando llegamos.
"Alejandro, ¿qué significa esto? ¿Una boda? ¿Con ella? Pensé que lo tuyo con Camila era serio".
"Mamá, por favor", dijo Alejandro, incómodo. "Sofía está... enferma. Quiero cuidarla".
Su madre soltó una risita sin alegría.
"¿Cuidarla? ¿O te sientes culpable por cómo la has tratado todos estos años? Esta chica te ha dedicado su vida, y tú la tratas como a un felpudo. Casarte con ella por lástima es lo más cruel que podrías hacer".
Me sorprendió que ella viera la situación con tanta claridad, aunque fuera por las razones equivocadas.
Alejandro se puso furioso.
"¡Tú no sabes nada! ¡No te metas en mis decisiones! ¡Sofía y yo nos vamos a casar y punto! ¡Y es porque la amo!".
Me señaló, como si yo fuera la causa de la discusión, su trofeo de falsa nobleza.
"¡Dile, Sofía! ¡Dile que nos amamos!".
Toda la rabia, todo el dolor, toda la humillación de los últimos días se acumularon en mi pecho y explotaron.
"¿Quieres que le diga la verdad, Alejandro? ¡Claro que sí!".
Me giré hacia su madre.
"Su hijo no me ama. Su hijo quiere casarse conmigo porque cree que me estoy muriendo de cáncer".
La cara de Alejandro se descompuso. Pasó del enojo a la pura conmoción.
"Sofía, ¿qué estás diciendo?", susurró, horrorizado.
"¡La verdad!", grité, sintiendo cómo las lágrimas de furia corrían por mis mejillas. "¡Le conté que me diagnosticaron cáncer terminal, y de repente, después de diez años de desprecios, se convirtió en el novio perfecto! ¿No es una coincidencia maravillosa?".
La madre de Alejandro se llevó una mano a la boca, mirándolo con horror.
Él me agarró del brazo, su rostro pálido como el papel.
"Sofo, por favor, cálmate, hablemos en privado...".
"¡No me toques!", le arrebaté el brazo. "¡No hay nada que hablar! ¡Querías casarte con una moribunda para jugar al héroe!".
Por un momento, un brevísimo momento, vi un destello de genuino dolor en sus ojos. Un atisbo de culpa real.
"No es así... Sofía, cuando me lo dijiste... me di cuenta...".
Pero justo en ese instante, su teléfono sonó. Vio la pantalla. Era Camila.
Y contestó.
Cualquier esperanza que hubiera nacido en ese segundo, murió instantáneamente.
"¿Camila? ¿Qué pasa?... ¿Te sientes mal? ¿Te falta el aire?... Tranquila, voy para allá. Sí, ahora mismo".
Colgó y me miró, la urgencia por ella borrando cualquier otra emoción de su rostro.
"Lo siento, Sofía. Camila me necesita. Tenemos que irnos".
Me quedé ahí, parada en medio de la sala de sus padres, viéndolo elegirla a ella una vez más. Incluso creyendo que yo tenía los días contados, la prioridad era Camila.
Sentí una calma helada apoderarse de mí. La decisión estaba tomada. No más gritos, no más lágrimas.
Esa noche, no pude dormir. Abrí mi cuenta de Instagram, una que casi no usaba. Busqué el perfil de Alejandro. Estaba lleno de fotos de él y Camila. La última era de esa misma tarde, después de que me dejó. Estaban en un café, ella sonriendo delicadamente, él mirándola con adoración.
El pie de foto decía: "Cuidando a mi alma gemela. El verdadero amor es incondicional".
Sentí que la sangre me hervía.
Busqué el perfil de Camila. Era público. Lleno de publicaciones sobre su "lucha", su fragilidad, su amor por la música y por Alejandro.
Debajo de su última foto, una selfie con aire lánguido, escribí un comentario.
"Qué conmovedor. Sobre todo sabiendo que tu 'alma gemela' está a punto de casarse con otra mujer. Una mujer con 'cáncer terminal' cuyo corazón, casualmente, es muy compatible con el tuyo. ¿Será que el 'verdadero amor' necesita una donación urgente?".
No lo firmé. Era una cuenta anónima que creé en ese momento.
Luego, fui al perfil de Alejandro y comenté en su foto con Camila.
"Felicidades por la boda, Alejandro. Espero que tu novia moribunda firme los papeles de donación a tiempo. Sería una pena que tu verdadera 'alma gemela' no reciba su regalo de bodas: un corazón nuevo y saludable".
Le di a "publicar" y apagué el teléfono.
Una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro.
Esto era solo el principio.