El hombre del coche negro era la confirmación que necesitaba. El Plan A, el "accidente" de coche, había fallado gracias a mi intervención. Ahora, Ricardo estaba improvisando, activando su Plan B. Un sudor frío me recorrió la espalda. Había evitado un desastre, solo para caer en otro.
"Mamá, tenemos que entrar. Ahora," dije, tirando suavemente de su brazo.
Pero ella estaba paralizada, viendo a Ricardo gesticular con urgencia hacia el hombre del coche. La duda en su rostro se estaba transformando en un miedo palpable.
"¿Qué está pasando, Sofía? ¿Qué está haciendo tu padre?"
Antes de que pudiera responder, vi algo que me heló la sangre. Al final de nuestra calle, una camioneta de reparto, vieja y destartalada, giró la esquina. No le habría prestado atención, pero en mi vida anterior, después del choque, en mis últimos momentos de conciencia, recordé haber visto esa misma camioneta alejándose a toda velocidad.
Estaba aquí. De nuevo.
"¡No!" grité, un sonido ahogado de puro pánico.
La camioneta aceleró de repente, su motor rugiendo de una manera antinatural, dirigiéndose directamente hacia nosotros, que estábamos en la entrada de la cochera.
Todo sucedió en cámara lenta. El rostro de mi padre se contrajo, no de miedo por nosotras, sino de furia, como si el conductor se hubiera adelantado a su señal. El hombre del coche negro se quedó inmóvil, sorprendido.
Pero yo sabía que no era un error. Venían a terminar el trabajo.
"¡MAMÁ, CUIDADO!"
Grité con toda la fuerza de mis pulmones y la empujé con una fuerza que no sabía que tenía. La lancé hacia la pared de la casa, lejos de la trayectoria directa del vehículo.
El parachoques de la camioneta me rozó la pierna, un golpe ardiente que me hizo caer al suelo, pero el objetivo principal era mi madre. A pesar de mi empujón, el lateral del vehículo la golpeó con fuerza, lanzándola contra la pared de ladrillo con un ruido sordo y horrible.
Escuché el crujido de huesos y un grito ahogado que se cortó de repente.
La camioneta no se detuvo. Ni siquiera frenó. Vi por una fracción de segundo el rostro del conductor a través del parabrisas sucio: otro de los hombres de confianza de mi padre. Sus ojos estaban vacíos, desprovistos de cualquier emoción.
Luego, aceleró y desapareció por la calle, dejando tras de sí un silencio mortal, roto solo por mis propios jadeos.
Me arrastré por el suelo, ignorando el dolor punzante en mi pierna.
"¡Mamá! ¡Mamá, por favor, contéstame!"
Llegué a su lado. Estaba inconsciente, con la cabeza apoyada en un ángulo extraño contra la pared. Un hilo de sangre comenzaba a manar de una herida en su sien. Su respiración era superficial, errática.
Mi padre se quedó allí, congelado por un segundo, su plan B arruinado y expuesto de la manera más brutal. Su rostro era una máscara de pánico y rabia.
"¡Llamen a una ambulancia! ¡AYUDA!" grité, mi voz rompiéndose en un sollozo de desesperación y furia.
Saqué mi teléfono con manos temblorosas. No llamé al 911. Mis dedos, moviéndose por un instinto que trascendía esta vida, buscaron en los contactos de mi madre, que había memorizado hace unos minutos.
Miguel.
Marqué el número.
Mientras el teléfono sonaba, mis ojos se encontraron con los de mi padre. En su mirada no vi preocupación por su esposa herida. Vi el frío cálculo de un hombre cuyo plan se había salido de control. En ese instante, supe que no se detendría ante nada para silenciarnos.
La guerra ya no era secreta. Acababa de estallar a plena luz del día.
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