No Hubo Amor Desde Principio
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Capítulo 2

Floté.

Ya no sentía dolor, ni frío, ni miedo.

Era como si mi cuerpo fuera una cáscara vacía y yo, mi conciencia, estuviera suspendida en el aire, observando la escena desde arriba.

Vi mi propio cuerpo, o lo que quedaba de él, tirado en un charco de agua y sangre en el fondo del callejón.

Era una vista grotesca, una colección de miembros rotos y carne desgarrada que apenas se parecía a una persona.

La lluvia seguía cayendo, limpiando parte de la sangre, pero no la horrible realidad de lo que había sucedido.

Pasaron horas.

El cielo comenzó a clarear, tiñéndose de un gris pálido.

Fue entonces cuando alguien me encontró. Un recolector de basura que gritó al ver la escena y salió corriendo.

Pronto, el callejón se llenó de luces parpadeantes, azules y rojas.

Policías, paramédicos, curiosos.

Vi a un hombre con un impermeable oscuro abrirse paso entre la multitud.

Lo reconocí de inmediato.

Era mi padre, Javier Romero.

Detective forense.

Un escalofrío que no debería poder sentir recorrió mi existencia etérea.

El universo tenía un sentido del humor muy retorcido.

Mi propio padre sería el encargado de examinar mis restos.

Lo vi acercarse a la escena del crimen, su rostro impasible, profesional.

Su colega, el capitán Ricardo Solís, le puso una mano en el hombro.

"Prepárate, Javier. Esto está feo".

Mi padre asintió, sin decir nada. Se agachó junto a lo que quedaba de mí.

Durante un largo rato, solo observó.

Luego lo oí maldecir en voz baja.

"Puta madre... Esto es una carnicería".

Se levantó y se dirigió a uno de los oficiales.

"Recojan cada pedazo. No quiero que se quede ni una uña. Quiero todo en bolsas de evidencia y llévenlo a la morgue de inmediato".

Su voz era fría, autoritaria, la voz de un profesional que ha visto demasiado.

Pero vi el ligero temblor en sus manos mientras se quitaba los guantes. Vi sus ojos, un poco más rojos de lo normal.

Los restos de mi cuerpo fueron metidos en varias bolsas negras y transportados en una camioneta.

Floté tras ellos, una espectadora silenciosa de mi propia tragedia.

Llegamos a la morgue, un lugar frío y estéril que olía a desinfectante y muerte.

Mi padre se puso una bata blanca y se paró frente a la mesa de metal donde habían depositado las bolsas.

Ricardo Solís entró en la sala.

"¿Qué tenemos?", preguntó.

"Un desastre", respondió mi padre sin mirarlo. "El asesino usó una fuerza increíble. Huesos rotos, múltiples fracturas. La desmembró. Esto no fue un robo, fue algo personal, lleno de rabia".

"¿Crees que sea él?".

Mi padre se tensó.

"¿El Carnicero de la Lluvia?".

"El modus operandi coincide. La brutalidad, la lluvia... como hace ocho años".

Ocho años.

La muerte de Mateo.

El caso que había obsesionado a mi padre, el caso que nunca resolvió y que lo convirtió en el hombre frío y distante que era hoy.

"No lo sé", dijo mi padre, su voz era un susurro ronco. "Pero se siente igual".

Ricardo suspiró.

"Encontramos un celular cerca del cuerpo. Está destrozado, pero quizás podamos sacar algo. También había una mochila con identificaciones. El nombre es Sofía Romero".

Mi nombre.

Mi padre se quedó quieto.

No se giró. No reaccionó.

Solo se quedó mirando las bolsas negras sobre la mesa de metal.

Ricardo, al no obtener respuesta, se acercó un poco más.

"Javier, la dirección en la identificación... es tu casa. ¿La conoces?".

El silencio en la sala era pesado, sofocante.

Entonces, mi padre habló, y sus palabras fueron las más crueles que jamás había escuchado.

"Esa niña... Ojalá ya estuviera muerta hace mucho tiempo".

Me quedé flotando, helada.

Incluso después de la muerte, sus palabras tenían el poder de herirme.

Ricardo lo miró, incrédulo.

"Javier, ¿qué estás diciendo?".

"Lo que oyes", respondió mi padre, finalmente dándose la vuelta. Su rostro era una máscara de indiferencia. "Esa niña ha sido una carga desde que nació. Siempre causando problemas, siempre mintiendo. Probablemente se metió con la gente equivocada. Se lo buscó".

El capitán Solís negó con la cabeza, asqueado.

"No puedo creer que estés diciendo eso de tu propia hija".

"Ella no es mi hija", espetó mi padre. "Mi único hijo murió hace ocho años".

Dio media vuelta y comenzó a abrir la primera bolsa.

Empezó el trabajo de reconstrucción.

Lo vi sacar los pedazos de mi cuerpo, uno por uno, y colocarlos sobre la mesa, tratando de darles un orden.

Era un rompecabezas macabro.

Flotando sobre él, una parte de mí se sintió extrañamente aliviada de que mi rostro estuviera tan destrozado que fuera irreconocible.

No quería que viera mi cara. No quería que me reconociera.

Quería seguir siendo una víctima anónima para él.

Mientras trabajaba, su profesionalismo se apoderó de él.

Analizaba cada herida, cada corte, cada fractura.

"Mierda...", murmuró para sí mismo. "La piel... se la arrancó en algunas partes. Y esto... ¿es sal? Maldito hijo de puta, la torturó. La frotó con sal en las heridas abiertas".

Su voz se quebró al final.

A pesar de su odio hacia mí, el detective en él, el ser humano en él, no podía evitar sentir horror ante la crueldad del asesino.

"¿Qué clase de odio se necesita para hacer algo así?", dijo, más para sí mismo que para Ricardo. "¿Qué te pudo haber hecho esta pobre chica para merecer esto?".

Oh, papá.

Si tan solo supieras.

Si tan solo supieras que la "pobre chica" a la que te refieres es la misma a la que deseaste la muerte hace un momento.

La misma a la que abandonaste a su suerte en la noche más oscura de su vida.

            
            

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