Capítulo 4

La puerta de la habitación del hospital se abrió y Mateo entró. Su rostro, normalmente impasible, estaba tenso con una emoción que Elena no pudo descifrar. ¿Ira? ¿Culpa?

"Elena, lo siento", dijo, su voz era grave. Se sentó en la silla junto a su cama. "No debí haberlo traído a casa. Fue mi error".

La disculpa sonaba vacía. Elena lo miró, sus ojos secos por el llanto. "Quiero presentar cargos, Mateo. Lo que Javier hizo... es un crimen".

Mateo desvió la mirada. "Hablé con él. Está arrepentido. Fue un impulso, no sabía lo que hacía".

"¿Que no sabía lo que hacía? ¡Me golpeó, Mateo! ¡Perdí a un bebé!", la voz de Elena se quebró.

"Lo sé. Y no hay excusa para eso", dijo él, finalmente mirándola a los ojos. "Pagaré todos tus gastos médicos, te daré la casa, el coche, una compensación económica generosa. Lo que quieras. Pero no podemos involucrar a la policía. Es tu hermano, Elena. Arruinarías su vida".

Elena se rió, una risa amarga y sin alegría. "Mi vida ya está arruinada. Y tú te preocupas por la suya". Sacudió la cabeza, incrédula. "¿Por qué lo proteges tanto? ¿Por qué siempre lo perdonas todo?".

Mateo suspiró, pasándose una mano por el pelo. "Porque te entiendo, Elena. Entiendo lo que es amar a alguien de manera irracional. Tú lo amas a él, a pesar de todo lo que te hace". Hizo una pausa, su mandíbula se tensó. "Y yo... yo amaba a Sofía".

El nombre flotó en el aire entre ellos, como siempre lo hacía.

"No es lo mismo, Mateo", dijo Elena en voz baja. "Sofía está muerta. Javier está vivo y es peligroso".

"¡No menciones a Sofía!", espetó él, su calma finalmente rota. La intensidad de su reacción la sorprendió. En cinco años, nunca le había levantado la voz. "Tú sigues aferrada a él, a un amor que te destruye. ¿Y yo no puedo aferrarme a un recuerdo?".

Su teléfono sonó en ese momento. Vio el nombre en la pantalla: "Javier". Mateo miró el teléfono como si fuera una serpiente. Lo ignoró, pero volvió a sonar. Con un gruñido de frustración, se levantó.

"Tengo que ir. Está en la estación de policía, necesitan que pague su fianza", dijo, su voz llena de resignación. Se dirigió a la puerta.

"Mateo", lo llamó Elena.

Él se detuvo, sin volverse.

"No te preocupes por el bebé", dijo ella, su voz era monótona, sin vida. "No podría haberlo tenido de todos modos".

Él se giró lentamente, una arruga de confusión en su frente. "¿De qué hablas?".

"Después de que Sofía murió, antes de que nos casáramos... me hice una ligadura de trompas", confesó. La mentira salió de sus labios con una facilidad espantosa. En ese momento, quería herirlo. Quería que sintiera una fracción del dolor que ella sentía. "Sabía que nunca podría amar a nadie más que a Javier. No quería tener hijos con otro hombre".

La cara de Mateo se transformó. La confusión dio paso a la incredulidad, y luego a una ira fría y aterradora. Se acercó a la cama en dos zancadas, su cuerpo era una masa de tensión.

"¿Qué dijiste?", su voz era un susurro peligroso.

"Que no puedo tener hijos. Soy estéril", repitió ella, mirándolo desafiante.

Él la agarró por los hombros, su fuerza la asustó. "Vas a revertirlo. Encontrarás al mejor médico y revertirás esa cirugía. ¡Ahora!".

"¿Por qué? ¿Para que pueda darte un heredero antes de que nuestro contrato termine?", se burló ella, aunque su corazón latía con miedo. "Olvídalo, Mateo. Nos vamos a divorciar en unas semanas. Mi cuerpo es mío, no tuyo".

La verdad era que nunca se había hecho esa cirugía. Era fértil. Pero en ese momento, la mentira era su única arma, su única forma de recuperar algo de control. Vio el desconcierto y la furia en los ojos de Mateo y, por primera vez, sintió que había logrado atravesar su armadura de indiferencia.