No Quedo Odios Tras noche
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Capítulo 3

Mientras se sentaba de nuevo, paralizada por el shock, la mente de Sofía retrocedió.

Recordó la semana anterior. Las líneas de código borrosas en la pantalla de su laptop, el olor a café rancio en su oficina improvisada, la tensión en sus hombros.

Recordó la llamada de pánico de Mateo. "Sofía, estamos acabados. Hay una brecha de seguridad. Van a filtrar los datos de todos nuestros clientes. Nos demandarán hasta dejarnos en la calle."

Ella no lo dudó. Canceló su entrevista final para un puesto de ensueño en una de las empresas de tecnología más grandes del mundo. Se encerró y trabajó.

Durante tres días y tres noches, luchó contra el código malicioso, una hidra digital que parecía regenerarse con cada intento de eliminarla. Mateo la llamaba, desesperado, y ella lo calmaba, "Ya casi lo tengo, amor. Confía en mí."

Y finalmente, lo logró. Encontró la vulnerabilidad, un error minúsculo pero catastrófico, y lo parcheó. Cuando le envió el mensaje de "Está hecho" , sintió una oleada de alivio y amor. Había salvado al hombre que amaba. Él le había prometido que se lo compensaría, que nunca olvidaría lo que hizo por él.

Una promesa vacía.

Un día antes del "juego" , cuando Mateo le quitó el teléfono, Sofía logró escapar brevemente de la casa. Desesperada, condujo hasta el pequeño cementerio donde estaba enterrada su abuela. No era un ritual antiguo con velas y cantos, sino su propio rito personal de desesperación.

Se arrodilló sobre la tierra húmeda, aferrándose a la lápida fría.

"Abuela," susurró a la piedra silenciosa, "dame fuerzas. No sé qué hacer. Me está destruyendo."

Pero la única respuesta fue el silbido del viento entre los árboles. No hubo consuelo, no hubo señal. Se sintió completamente sola en el universo.

Regresó a la casa con las rodillas manchadas de tierra y los ojos hinchados por el llanto. Cuando Mateo la vio, su rostro no mostró ni una pizca de compasión. Simplemente la ignoró, como si sus heridas, visibles e invisibles, fueran una molestia insignificante.

Ahora, de vuelta en el club, la luz del foco quemaba su piel. Mateo carraspeó, listo para hacer la primera pregunta.

"Camila, querida," dijo él, sonriéndole. "Ayúdanos a empezar. Dinos algo que solo alguien muy cercano a ti sabría."

Camila se tocó el labio pensativamente, actuando para la audiencia.

"Bueno... veamos. ¿Cuál es la marca de champán que bebí en mi cumpleaños número veintiuno en Mónaco?"

Una pregunta ridícula, imposible. La multitud rio. Era un chiste a costa de Sofía.

Mateo tomó el relicario de su abuela y lo hizo girar entre sus dedos.

"Un pedazo de plata bastante viejo," comentó, como un subastador valorando una baratija. "Pero seguramente tiene valor sentimental. ¿Cuánto crees que valga, Sofía? ¿Cien, doscientos pesos?"

La profanación de su recuerdo más sagrado le revolvió el estómago.

"No tiene precio," dijo ella con voz ahogada.

"Bueno, el precio ahora es la respuesta correcta," dijo Mateo. "Tienes diez segundos. Adivina."

El silencio era absoluto. Sofía buscó en su mente, pero estaba en blanco. ¿Cómo podría saberlo?

"Dom Pérignon," dijo al azar, con un hilo de voz.

Camila soltó una carcajada estridente.

"¡Incorrecto! ¡Qué tonta! Fue un Cristal Rosé, cosecha del 96. Obviamente."

Mateo sonrió. "Lástima, Sofía. Has perdido."

Se acercó a Camila y le entregó el relicario como si fuera un trofeo.

"Es tuyo, Camila. Haz con él lo que quieras."

Camila tomó el relicario con sus uñas perfectamente cuidadas. Lo miró con desprecio, luego lo arrojó al suelo.

Y entonces, con una sonrisa torcida, levantó su tacón de aguja y lo aplastó.

El crujido de la plata doblándose y el cristal rompiéndose resonó en el silencio del club. Fue el sonido del corazón de Sofía haciéndose pedazos.

            
            

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