Veinte Años De Engaño
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Capítulo 2

Mi declaración de divorcio quedó suspendida en el aire tenso de la biblioteca. La reacción de don Fernando fue instantánea y violenta. Se acercó a mí con el rostro rojo de furia.

"¿Divorcio? ¿Tú te atreves a hablar de divorcio, mariachi de quinta?"

Y entonces, su mano abierta se estrelló contra mi mejilla. El golpe fue tan fuerte que me hizo girar la cabeza. El sonido seco resonó en la habitación, seguido de un zumbido agudo en mi oído. El sabor a sangre llenó mi boca.

"¡Le pones una mano encima a mi padre otra vez y te juro que te mato!"

Una voz joven y arrogante gritó desde la puerta. Eran ellos. Los gemelos. Un chico y una chica de unos diecinueve años, idénticos a Alejandro. Me miraban con un odio puro, aprendido.

"¡Lárgate de mi casa!"

Gritó el chico.

"¡Mantenido! ¡Vividor!"

Añadió la chica.

Doña Elena los abrazó, protectora.

"Tranquilos, mis niños. Este hombre ya se va."

Don Fernando me señaló con un dedo tembloroso.

"Si intentas armar un escándalo o pedir un solo centavo, te juro por Dios que te mando a romper las piernas. Te vas de aquí con lo que traes puesto y agradece que te dejamos vivir veinte años como un rey."

Salí de esa casa esa misma noche, aturdido, humillado, con el eco de los insultos y la bofetada ardiendo en mi cara. Me refugié en el pequeño departamento de mi único amigo verdadero, Chuy, mi compadre del mariachi. Cuando le conté todo, entre tragos de tequila barato, el que no venía de "La Escondida" , Chuy golpeó la mesa con el puño.

"¡Hijos de la chingada! ¡Te vieron la cara de pendejo, compadre!"

Pero al día siguiente, empezaron a llegar las llamadas. Tíos, primos lejanos, amigos de la familia. Todos con el mismo discurso, seguramente dictado por los Del Valle.

"Ricardo, piénsalo bien. No seas impulsivo."

"¿Qué más da un par de hijos? Ni siquiera son tuyos, no tienes que gastar en ellos. Pero la herencia de Sofía sí te tocaría a ti."

"Es una familia poderosa, Rico. No te conviene tenerlos de enemigos. Aguanta vara, hombre. Vives a todo dar."

"No es para tanto. Muchos hombres crían hijos que no son suyos. Tú por lo menos lo sabes. Sé inteligente."

La hipocresía me revolvía el estómago. Para ellos, mi dignidad no valía nada. Mi dolor era un inconveniente. Lo único que importaba era la lana, el estatus, la conveniencia.

Unos días después, Sofía me llamó. Quedamos de vernos en un café discreto en el centro de Guadalajara. Llegó con su aire de reina, impecable, sin una sola muestra de arrepentimiento en el rostro.

"He estado pensando," dijo, después de pedir un americano. "No quiero el divorcio."

La miré, sin poder creer lo que oía.

"¿No quieres el divorcio? ¿Después de todo?"

"Cometí un error al no decírtelo. Lo admito. Pero mi decisión fue la correcta para la familia. Los gemelos aseguran nuestro futuro."

Un dolor sordo y agudo me atravesó el pecho. Tuve que tragar saliva para no ahogarme con mi propia rabia.

"Tu familia. Tu futuro. ¿Y yo dónde quedo en esa ecuación, Sofía?"

"Tú eres mi esposo. Siempre lo serás."

"¿Tu esposo? ¿El que no puede darte hijos porque tú se lo pediste? ¿El que te cubre las espaldas mientras te acuestas con otro para tener los herederos que según tú no querías?"

Su cara se contrajo en una mueca de fastidio.

"No lo veas así. Yo no amo a Alejandro. Nunca lo he amado. Lo nuestro fue... un acuerdo. Una necesidad. Fue solo una vez, para la inseminación. No hubo amor, solo un deber que cumplir para asegurar el legado."

Solté una carcajada amarga.

"¿Un deber? ¿Y me llamas a mí de mente cerrada? ¡Traicionaste veinte años de matrimonio, veinte años de mi vida, y lo llamas un deber!"

Ella suspiró, impaciente.

"Yo te amo a ti, Ricardo. A mi manera. Pero la hacienda... la hacienda es mi vida. Mi sangre. Alejandro solo me dio los medios para protegerla. Él me dio los hijos que yo necesitaba, no los que quería por amor. Son una responsabilidad, no el fruto de una pasión."

De repente, recordé algo. Hacía muchos años, al principio de nuestro matrimonio, cuando mis suegros aún me trataban con una fría cordialidad, Sofía llegó un día con una cara de funeral. Me mostró unos análisis médicos. Un diagnóstico de infertilidad. Lloró en mis brazos, diciendo que nunca podría darme hijos, aunque quisiera. Yo la consolé, le dije que no importaba, que nuestro amor era suficiente. Fue entonces cuando, para quitarle esa "pena" de encima, yo propuse la vasectomía. Ella aceptó, "agradecida". Ahora entendía. Ese diagnóstico era falso. Era parte del plan. Una manipulación más para tenerme donde ella quería: a su lado, pero estéril. Inofensivo. El perfecto marido fachada. Por eso las miradas de mis suegros se habían vuelto más duras con los años. No era solo porque yo era pobre, era porque no les había dado nietos. Y ahora entendía por qué, de repente, hace diecinueve años, se habían vuelto tan felices y distantes. Habían nacido los herederos secretos. Toda mi vida con ella era una mentira construida sobre otra mentira.

                         

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