La vida que elegí
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Capítulo 4

En el hospital, el aire estaba cargado de tensión. Sofía estaba en una cama, pálida y con una vía intravenosa en el brazo, pero estable. Rodrigo caminaba de un lado a otro como un león enjaulado. Cuando Ximena se acercó a la cama para tocar la frente de su hija, Sofía abrió los ojos y la apartó. "

¡No me toques!" siseó, su voz débil pero llena de veneno. Ximena retrocedió, desconcertada. "¿Sofía, qué pasa?" Rodrigo se paró en seco y la señaló con un dedo acusador. "¡Me lo acaba de decir! ¡Dijo que tú la llamaste hoy y le dijiste que comiera los camarones, que ya no era alérgica, que era algo que tú le habías inventado para controlarla!"

Ximena se quedó sin aliento. La acusación era tan absurda, tan monstruosa, que por un momento no pudo procesarla. "¿Qué? ¡Eso es una locura! ¡Yo nunca haría eso!" Miró a Sofía, buscando alguna señal de que era un malentendido. Pero los ojos de su hija estaban fríos y llenos de resentimiento. "¡Sí lo hiciste! ¡Me dijiste que estabas harta de mis tonterías y que ya era hora de que creciera!" La mentira era tan detallada, tan cruel, que Ximena sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Miró a Rodrigo, esperando que él viera lo ilógico que era todo. En cambio, vio furia pura. "¡Eres un monstruo, Ximena! ¡Intentar lastimar a tu propia hija por celos!"

Antes de que pudiera reaccionar, Rodrigo se abalanzó sobre ella. No la golpeó, pero la agarró por los hombros y la sacudió con violencia. "¡Lárgate de aquí! ¡No quiero volver a verte cerca de mis hijos! ¡Lárgate!" La empujó hacia la puerta con tanta fuerza que Ximena tropezó y cayó al suelo del pasillo.

El dolor sordo en su cadera no era nada comparado con el dolor que desgarraba su alma. Se quedó allí, en el suelo frío y estéril del hospital, humillada, mientras Rodrigo le cerraba la puerta en la cara. Escuchó su voz adentro, consolando a Sofía, llamándola "mi pobre niña".

Mientras conducía a casa, con el cuerpo adolorido y el corazón hecho añicos, los recuerdos la asaltaron. Recordó el parto de Sofía, treinta horas de trabajo de parto agotador que terminaron en una cesárea de emergencia. Recordó sostener a esa pequeña bebé en sus brazos, sintiendo un amor tan inmenso que dolía. Recordó las noches sin dormir, las fiebres, la primera vez que Sofía dijo "mamá".

Recordó la primera reacción alérgica de Sofía a los cinco años, el pánico que sintió al ver a su hija luchar por respirar. Desde ese día, había controlado cada etiqueta, cada menú, cada comida, para protegerla. ¿Cómo podía esa misma niña, su niña, creer que ella era capaz de hacerle daño? La traición era tan profunda, tan incomprensible, que le robaba el aire.

De vuelta en la casa, encontró a Camila en la sala, hablando por teléfono con una voz suave y preocupada. Cuando vio a Ximena, colgó rápidamente y se acercó a ella con una expresión de falsa compasión. "Ximena, lo siento tanto. No tenía idea de que Sofía era tan sensible. Me siento terrible."

Su actuación era impecable. Luego se inclinó y susurró, para que solo Ximena pudiera oír: "No te preocupes. Yo la cuidaré bien. Los niños necesitan una madre estable, no una loca histérica como tú." La malicia en sus ojos era inconfundible. Ximena entendió todo. Camila había orquestado esto. Había manipulado a Sofía, plantando la semilla de la duda y el resentimiento, hasta que su hija se volvió contra ella.

Unas horas después, Rodrigo regresó del hospital. Pasó junto a Ximena sin mirarla y fue directamente a los brazos de Camila, quien lo recibió con un abrazo reconfortante. Ximena escuchó a Sofía hablar con su padre por el altavoz del teléfono. "Papá, no quiero que mamá vuelva al hospital. Me da miedo. Dile que se vaya de la casa. Quiero que Camila se quede con nosotros." La voz de su hija, la misma voz que solía llamarla para pedirle un cuento antes de dormir, ahora pedía su exilio. Cada palabra reafirmaba la pesadilla en la que se había convertido su vida.

Esa noche, Ximena no durmió. Se quedó sentada en la oscuridad de la habitación de huéspedes, el dolor físico de su caída palpitando al ritmo del dolor en su corazón. El silencio de la casa era pesado, opresivo. Ya no era su hogar, era una prisión donde había sido juzgada y sentenciada sin juicio.

Se dio cuenta de que había perdido no solo a su esposo, sino también a sus hijos. Los había perdido a manos de una mujer que había jugado un juego largo y paciente, y había ganado. En la más profunda de las desesperaciones, una extraña calma la invadió. Si ya lo había perdido todo, entonces ya no tenía nada que perder. Se levantó, la decisión tomada. No iba a esperar a que la echaran. Se iría ella misma.

                         

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