Mi Rival, Mi Única Esperanza
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Capítulo 4

Desperté con el olor estéril a antiséptico y el débil pitido de una máquina. Me palpitaba la cabeza y me dolía el brazo donde había estado la aguja. Estaba débil, agotada.

Ricardo y Darío estaban sentados en sillas junto a mi cama, sus rostros grabados con lo que se suponía que era preocupación.

-Azalea, estás despierta -dijo Ricardo, el alivio inundando su voz-. Nos asustaste mucho.

-Nos enteramos de lo que pasó -añadió Darío, su tono sombrío-. Alejandro fue demasiado lejos. Presionarte para que dieras sangre... es una barbaridad.

Los miré, a sus rostros serios y mentirosos. En mi vida pasada, después de que me dejaron por muerta en el océano, ellos habían sido los que le sugirieron a Alejandro que "encontraran" mi cuerpo y me dieran un entierro apropiado, cimentando su imagen como mis amigos leales. Todo era una actuación.

-¿Dónde está él? -pregunté, mi voz un graznido seco.

-Está con Isabel -dijo Ricardo, un destello de algo -¿lástima? ¿asco?- en sus ojos-. No se ha apartado de su lado.

Por supuesto que no.

No quería su compasión. No los quería aquí.

-Váyanse -dije.

Parecían sorprendidos.

-Pero Azalea, queremos quedarnos contigo...

-Dije, váyanse -repetí, mi voz ganando un poco de fuerza.

Intercambiaron otra de sus miradas confusas antes de levantarse a regañadientes.

-Está bien. Llámanos si necesitas algo.

Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, escuché su verdadera conversación comenzar en el pasillo.

-Se lo está tomando muy mal -dijo Darío.

-¿Qué esperas? Alejandro la está tratando como basura -respondió Ricardo-. Pero tiene que superarlo. La boda sigue siendo el objetivo. Nuestras familias cuentan con ello.

-Ya se le pasará -dijo Darío con confianza-. Siempre lo hace cuando se trata de Alejandro.

Cerré los ojos, la familiar punzada de la traición retorciéndose en mis entrañas. No eran mis amigos. Solo eran inversores en mi matrimonio arreglado.

Estaba sola en la habitación blanca, el rítmico pitido del monitor cardíaco como única compañía. Las enfermeras que entraban eran educadas pero distantes. Me miraban con una mezcla de lástima y juicio, claramente habiendo escuchado la versión de Alejandro de la historia.

Mi teléfono, sobre la mesita de noche, vibraba incesantemente con vacíos deseos de pronta recuperación de los otros solteros y sus familias. Los ignoré a todos.

El hospital me asignó una cuidadora, una joven torpe que parecía más interesada en su teléfono que en su paciente. Derramó agua en mi cama, me trajo la comida equivocada y tiró un jarrón de flores, haciéndolo añicos en el suelo.

Durante uno de sus torpes intentos de ayudarme a sentarme, perdió el agarre y caí con fuerza contra el marco de la cama, un dolor agudo recorriendo mi ya dolorido cuerpo.

Esa fue la gota que colmó el vaso. No podía quedarme aquí, prisionera en esta habitación estéril, rodeada de falsa simpatía e incompetencia.

Llamé a mi asistente personal y le dije que arreglara mi alta. Me iba a casa.

Mientras firmaba los papeles, vestida con la ropa limpia que mi asistente había traído, Ricardo y Javier aparecieron, luciendo nerviosos.

-¡Azalea, no puedes irte! ¡No estás lo suficientemente bien! -exclamó Javier.

-Estoy mejor en casa -dije fríamente, pasando junto a ellos.

Y entonces los vi.

Al final del pasillo, Alejandro caminaba con el brazo alrededor de Isabel. Ella vestía un hermoso atuendo nuevo, luciendo perfectamente sana y radiante. Él reía, inclinándose para susurrarle al oído, su expresión llena de adoración. La misma adoración que solía fingir por mí.

La gente en el pasillo los observaba, sus voces un murmullo bajo.

-Se ven tan enamorados -susurró alguien.

-Qué afortunada es -dijo otro-. Él está completamente entregado a ella.

-¿Y qué hay de esa Azalea Kuri? Oí que es una pesadilla. Los atacó en un evento de caridad.

Las palabras eran como mil pequeñas agujas, perforando mi piel. Sentí que mis rodillas se debilitaban. Toda la sangre que había perdido, toda la fuerza que me habían drenado, había ido a hacerla brillar.

Darío, que acababa de unirse a los otros, corrió a mi lado.

-No les hagas caso, Azalea. No saben nada. -Puso una mano en mi hombro, tratando de alejarme.

Lo miré, a todos ellos, mis supuestos protectores. Sus rostros estaban llenos de lástima, pero sus ojos eran fríos. Me observaban, midiendo mi reacción, listos para informar a su amo.

Estaba harta de ser su peón. Estaba harta de ser la víctima en su historia.

Con una fuerza que no sabía que poseía, me quité la mano de Darío de encima.

-No me toques -dije, mi voz baja y peligrosa.

Me giré y los enfrenté a todos: Ricardo, Darío y Javier.

-He tomado mi decisión -anuncié, mi voz resonando con una finalidad que los hizo congelarse-. No voy a elegir a ninguno de ustedes.

Los dejé allí de pie en el pasillo del hospital, con la boca abierta de asombro, y salí al aire fresco de la ciudad.

                         

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