Su Violín, Su Venganza
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Capítulo 4

Anabel se arrastró de vuelta a la mansión. La casa estaba vacía y silenciosa. Todo lo que quería era meterse en la cama y dormir, escapar de la pesadilla en que se había convertido su vida.

Acababa de llegar a lo alto de las escaleras cuando la voz de Jacobo resonó desde la entrada.

"Ni se te ocurra".

Entró en la casa, con Evelyn aferrada a su brazo como una enredadera decorativa.

"Evelyn tiene hambre", anunció. "Quiere tu pasta con trufa negra. Ve a prepararla".

Era otra humillación, otra forma de recordarle su lugar. Ya no era la señora de la casa; era la sirvienta.

"Y como has estado tan... débil", añadió con un giro cruel de sus labios, "te permitiré comer un poco de las sobras".

Ella no dijo nada. Caminó hacia la cocina, su cuerpo moviéndose en piloto automático. Sus manos estaban firmes mientras cocinaba, pero su corazón era un bloque de hielo. El rico aroma de las trufas llenaba el aire, un aroma que una vez significó celebración y amor. Ahora solo olía a cenizas.

Comieron en el gran comedor. Evelyn picoteó su comida, luego dejó el tenedor con un suspiro.

"Estoy aburrida", anunció, mirando a Anabel. "Baila para mí".

Anabel la miró fijamente. "¿Qué?"

"Quiero que bailes. Sería muy entretenido".

Anabel sintió una nueva oleada de mareo. Había perdido mucha sangre. Su cuerpo gritaba en protesta. Miró a Jacobo, una súplica silenciosa en sus ojos.

Él encontró su mirada, su expresión inflexible. "Hazlo, Anabel. No le arruines el humor".

Se puso de pie, sus piernas se sentían como plomo. Se movió al centro de la habitación, su cuerpo se sentía desconectado, como una marioneta cuyos hilos eran tirados por un maestro cruel. Comenzó a moverse, una imitación lenta y torpe de un baile.

Entonces, un dolor agudo y punzante le atravesó el abdomen. Fue tan intenso que le robó el aliento. Jadeó, agarrándose el estómago.

Una humedad cálida se extendió entre sus piernas. Miró hacia abajo. Una mancha de color rojo oscuro estaba floreciendo en sus pantalones de color claro.

Evelyn retrocedió con asco. "¡Puaj, qué asco! ¡Jacobo, mírala! ¡Es repugnante!".

El rostro de Jacobo era una máscara de furia y repulsión. "¿Qué te pasa?", rugió. "¡Estás haciendo un desastre! ¡Le has arruinado el apetito a Evelyn!".

No preguntó si estaba bien. No mostró ni una pizca de preocupación.

"Límpialo", ordenó, su voz goteando desprecio. "Ahora".

Tomó a Evelyn en brazos, que fingía un delicado desmayo, y la sacó de la habitación como si Anabel no fuera más que una mancha de suciedad en su costosa alfombra.

La dejaron sola, en el suelo, en un charco de su propia sangre. El dolor era insoportable, pero el dolor en su corazón era peor. No lloró. Había aprendido que las lágrimas eran inútiles con él. Llorar no le devolvería a su bebé. Llorar no le devolvería al hombre que una vez amó.

Más tarde esa noche, el dolor había disminuido a un dolor sordo y constante. Estaba acostada en su cama, mirando al techo, cuando la puerta de su habitación se abrió con un crujido.

Era Evelyn. En su mano, sostenía un cuchillo pequeño y afilado de la cocina.

"¿Crees que puedes ganar?", susurró Evelyn, su voz un siseo venenoso. "Él es mío. Siempre se suponía que sería mío".

Se abalanzó. Anabel reaccionó por puro instinto, agarrando la muñeca de Evelyn. El cuchillo cayó al suelo con un estrépito. Evelyn gritó, un chillido agudo y teatral.

"¡Está tratando de matarme! ¡Jacobo, ayuda!"

Jacobo irrumpió en la habitación, su rostro una tormenta de rabia. Vio a Evelyn en el suelo, agarrándose la muñeca, y a Anabel de pie sobre ella. No preguntó qué pasó. No lo necesitaba. En su mente, Anabel siempre era la villana.

Se arrancó el cinturón de los pantalones. El cuero silbó en el aire antes de conectar con su espalda. El dolor fue agudo, eléctrico. La golpeó una y otra vez.

"¡Maldita perra!", gritó, su voz ronca de furia. "¡Te voy a matar!"

La pateó. Fuerte. En el estómago.

Un dolor como nunca antes había conocido explotó dentro de ella. Fue una agonía desgarradora, que le revolvía las entrañas. Se derrumbó, un grito ahogado escapando de sus labios.

La sangre brotó de entre sus piernas, un torrente rojo que empapó su ropa y se acumuló en la alfombra blanca.

Su bebé.

Su bebé se había ido.

"Jacobo", jadeó, extendiendo la mano hacia él, su visión se estrechaba. "El bebé... por favor... salva a mi bebé..."

                         

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