-¡Kenia! -gritó Alejandro, su voz llena de un pánico que nunca le había oído usar para mí.
La atrapó, su rostro una máscara de preocupación frenética.
-Te llevo al hospital. Ahora mismo.
Se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo, recordándome.
-Eva, ve al cementerio sola -ordenó, sin siquiera mirarme-. Iré a buscarte después de que instale a Kenia.
Luego se fue, dejándome sola en el silencioso departamento.
Estuve de pie junto a las tumbas de mis padres, el viento frío contra mi rostro. Miré sus fotos sonrientes, una familiar ira y tristeza creciendo dentro de mí.
-Lo siento -susurré, una lágrima finalmente escapó y trazó un camino por mi mejilla-. Siento haberlos decepcionado.
Mi padre había sido el segundo al mando del padre de Alejandro. Eran más que colegas; eran hermanos. Mi padre murió salvándole la vida en una misión.
Su último deseo fue que la familia Garza me cuidara.
Para cumplir ese deseo, el General Garza había arreglado mi compromiso con Alejandro.
Yo había estado enamorada de él durante años. Acepté sin pensarlo dos veces.
Pero el corazón de Alejandro pertenecía a otra persona: Kenia. Había sido su amor de la infancia, pero ella lo había dejado años atrás por un hombre más rico. Con el corazón roto y cínico, Alejandro había aceptado el compromiso conmigo.
Hace unos meses, se enteró de que Kenia estaba pasando por un mal momento. Movió influencias, usó su poder y la trajo de vuelta, dándole un trabajo como asistente legal en su oficina.
Y mi vida se había convertido en un infierno.
-Entré -le dije a las fotos, mi voz ahogada por la emoción. Saqué la carta de aceptación de mi bolsillo. El Tec de Monterrey. Ingeniería.
La sostuve para que la vieran.
Alejandro siempre me había menospreciado por no tener un título universitario. Decía que me faltaba cultura. Así que estudié en secreto, durante años, devorando libros hasta altas horas de la noche después de que él se iba a dormir. Quería sorprenderlo. Quería ser la mujer de la que pudiera estar orgulloso.
Cuando recibí la carta, mi primer pensamiento fue rechazarla. Quedarme, casarme con él y construir una vida juntos.
Ahora, la carta se sentía como un salvavidas. Ya no había razón para renunciar a ella.
Me quedé en el cementerio hasta que se puso el sol. Alejandro nunca llegó.
Cuando volví al departamento, estaba oscuro y vacío.
No me sorprendió. Ni siquiera me dolió. Solo me sentía... vacía.
Fui a mi clóset y empecé a empacar una pequeña maleta. En la parte de atrás del clóset había una caja con llave donde guardaba nuestros ahorros y documentos importantes. La abrí y empecé a revisar el contenido.
Conté el efectivo. De repente, me quedé helada. Faltaba un fajo grueso de billetes de quinientos pesos. Era nuestro fondo para la boda.
Busqué de nuevo en la caja, mi corazón empezando a latir con fuerza. Sabía que no los había perdido.
Justo en ese momento, la puerta principal se abrió de nuevo. Entraron Alejandro y Kenia.
Mis ojos se posaron en Kenia. Llevaba un vestido de diseñador nuevo. Un vestido fino y caro que habría costado una fortuna.
Supe al instante a dónde se había ido mi dinero.
Alejandro me vio sosteniendo la caja y frunció el ceño.
-¿Qué estás haciendo? Deja de jugar con eso y ve a hacerle un caldo de pollo a Kenia.
Una sonrisa fría se extendió por mi rostro.
-Creo que nos han robado.
Su rostro se ensombreció.
-No seas ridícula. Yo tomé el dinero.
-¿Tú lo tomaste?
-Kenia tenía frío -dijo, como si fuera la cosa más obvia del mundo-. Necesitaba un vestido nuevo. Era para un evento de trabajo. No es para tanto.
Mi voz era apenas un susurro.
-¿Recuerdas lo que me prometiste?
Miré mi propia chamarra gastada, con los codos remendados.
-Dijiste que usaríamos ese dinero para comprarme un traje nuevo para nuestra boda. Ahorré durante dos años.