La venganza del pintor: Amor redimido
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Capítulo 4

"Arrodíllate y pídele perdón a Eileen".

La voz de Damian fue como un latigazo en la tranquila sala de estar. Yo estaba platicando mis planes de estudiar en el extranjero con mi madre, pero ahora, aquella paz había sido destrozada.

Cuando levanté la vista, él estaba de pie en el umbral de la puerta, acunando a la sollozante Eileen en sus brazos. También venía acompañado de dos de sus grandes e imponentes guardaespaldas.

Una oleada de miedo surgió en mis entrañas. Conocía esa mirada en sus ojos, era justo la que hacía antes de volverse violento. Entonces miré a mi madre, quien era una mujer frágil. En cuanto a mí, todavía seguía recuperándome. ¡No éramos rivales para Damian y sus hombres!

"¿Y ahora qué hice?", pregunté, tratando de mantener la firmeza en mi voz.

Damian levantó la muñeca de Eileen y señaló una delgada línea roja antes de hablar: "Se alteró por tu culpa. Su condición ha empeorado tanto que intentó cortarse las venas".

Hizo una pausa para mirarla con suma preocupación y luego posó nuevamente sus gélidos ojos en mí: "Discúlpate y jura que nunca más intentarás seducirme".

Sus palabras me dejaron perpleja. ¿Seducirlo? ¡Él fue quien me persiguió durante años y quien vino a mi habitación en medio de la noche! ¡Fue él quien hizo mil promesas que nunca tuvo la intención de cumplir!

No pude evitar soltar una risita irónica. Después de todo, fui yo quien le creyó. ¡Era una estúpida!

Mi cuerpo temblaba con una rabia tan profunda que sentí que me rompería en cualquier momento.

"Lárgate de mi casa", exigí en un susurro.

Bajé la mirada y traté de ocultar la furia en mis ojos mientras comenzaba una cuenta regresiva mental. 'Solo unos días más. Leo Grey lo prometió. ¡Solamente unos días más y seré libre!', me dije.

"Alana...", comenzó Damian, con un toque de confusión en su voz.

Pero justo en ese instante, Eileen lo interrumpió, sollozando más fuerte que antes: "No puedo... ¡no puedo soportarlo más! Si ella no se disculpa, simplemente me quitaré la vida...".

"¡No!", gritó él, haciendo un gesto brusco a sus guardaespaldas. "Oblíguenla a arrodillarse".

Al oír su orden, ellos se me acercaron de inmediato.

No obstante, mi madre se arrojó frente a mí e intentó bloquear su camino: "¡No se atrevan a tocar a mi hija!".

Ignorándola, uno de los hombres la empujó a un lado sin pensarlo dos veces, haciéndola caer contra la mesa de centro.

"¡Mamá!", grité, tratando de llegar a ella.

El otro guardaespaldas me agarró, y apretando fuertemente mi hombro, me obligó a arrodillarme. El impacto envió una sacudida de dolor a través de mi cuerpo ya magullado. Mi labio, que apenas comenzaba a sanar, se abrió de nuevo y el líquido carmesí brotó.

Mi madre, haciendo oídos sordos a mis protestas, se puso de pie con dificultad y se abalanzó contra el guardaespaldas que me sostenía. Él le dio una patada y la envió al suelo. En consecuencia, ella aterrizó en una posición torcida y extraña, con el rostro pálido de dolor.

Al verla herida, algo en mi interior se rompió; todo mi orgullo e ira se disolvieron en un miedo puro y desesperado.

"¡Lo haré!", grité, con la voz entrecortada, "¡Me disculparé! ¡Solo déjenla en paz! ¡Se los ruego!".

Eileen, quien había estado observando la escena con una expresión de dolor, de repente se agarró la cabeza: "Ay, me está doliendo la cabeza...".

Como era de esperar, Damian corrió a su lado, concentrándose en ella: "Aguanta. Te llevaré con un médico". Entonces miró a sus hombres e indicó: "Terminen con esto". Apuntando una cámara hacia mí, finalizó: "Hagan que diga 'Yo, Alana Myers, soy una desvergonzada rompehogares. Jamás volveré a seducir a Damian Avila'".

Dicho eso, se dio la vuelta y se fue, llevando a Eileen como si fuera una muñeca preciosa y delicada.

Entretanto, el guardaespaldas que sostenía la cámara se acercó: "Dilo".

Las lágrimas corrían por mi rostro mientras miraba a mi madre, que intentaba arrastrarse hacia mí.

"Yo... Alana Myers...", murmuré en un tono ahogado, sintiendo que cada palabra me destrozaba el alma. Los hombres me hicieron repetirlas, una y otra vez, hasta que la garganta me dolió y me quedé afónica. Cuando finalmente estuvieron satisfechos, se fueron. Al marcharse, uno de ellos me pateó por si acaso.

En consecuencia, mi cabeza golpeó el suelo con un ruido sordo y repugnante. Ahora, la sangre brotaba de un nuevo corte en mi frente, mezclándose con mis lágrimas.

Mi madre me vio y sus ojos se abrieron aterrados, dejó escapar un leve jadeo y se desmayó.

                         

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