Kael dio un paso. Y el bosque lo apoyó.
-Acepto -respondió-. En la piedra. Si uno de nosotros se rinde, el otro no puede matarlo. Pase lo que pase en el duelo, ninguno de los dos puede ponerle una mano encima a Lía.
Árgon arqueó una ceja.
-¿Temes mancharte?
-Temo a la costumbre de llamar victoria a la carnicería -dijo Kael-. La pelea debe ser limpia y honorable.
El Consejo asintió al mismo tiempo.
-Así sea -dijo la mujer-. Se cambian. Sin usar espadas, dagas o cualquier otra arma de forja. Sin dientes en la garganta.
Mikel me tomó del codo con el respeto de quien pide permiso, y me llevó afuera. Eidan y Ares se plantaron detrás de mí.
Árgon se despojó de la camisa. Kael se abrió la suya de un tirón.
Ambos apoyaron la palma derecha en la piedra.
-Juro -dijo Kael.
-Juro -repitió Árgon.
El primer choque no fue espectacular. Fue seco. Hombro contra hombro, peso contra peso. Árgon empujó buscando desbalancear. Kael cedió medio paso y giró la cadera, desviando la fuerza.
Segundo choque. Árgon lanzó un golpe a la costilla. Kael bajó el antebrazo, bloqueó y respondió con un talón a la pantorrilla, limpio. Nada de garras. Nada de colmillos.
-Respira, Rey -escupió Árgon-. Te hará falta.
Mi lobo se erizó dentro de mí. Quise avanzar. Ares me rozó apenas el hombro con los nudillos, recordándome dónde estaba.
Tercer choque. Árgon cambió de ritmo, rápido, un golpe arriba y una barrida abajo. Kael cayó de rodillas y sonrió. Tomó la muñeca que venía por su cara, la giró, y Árgon aterrizó con su boca sobre la piedra con un golpe seco.
El círculo no aplaudió. La piedra, sí.
Árgon se incorporó con un gruñido y, por un latido, mostró garras. Maldiciendo entre dientes.
-Sin garras -recordó la mujer.
Cuarto choque. Kael avanzó esta vez: dio dos pasos, uno corto y uno largo, y lo empujó. Árgon retrocedió tres veces. El borde del círculo lo detuvo. Nos miró. Me miró. Sonrió con los ojos.
-Ríndete -dijo Kael, sin odio-. Y te dejo ir con los tuyos.
-No nací para ceder. Nací para reclamar.
-Reclama dignidad -dijo Kael.
Árgon rompió el ritmo y entró bajo, directo a la cintura. Kael lo tuvo encima un par de segundos. Fue tiempo suficiente para que Árgon intentara un golpe en la tráquea. La piedra ardió. El golpe se frenó a un milímetro sin que nadie lo tocara.
-Advertido -dijo el hombre de cabello blanco.
Árgon rugió. Kael tomó ese rugido como señal, se liberó con un giro de cadera y un empujón certero. Árgon trastabilló. Kael no siguió. Esperó.
-Basta -dijo la mujer-. O cedes, o vas a romperte.
Árgon se limpió la boca con el dorso de la mano. Había sangre. Sonrió mostrando los dientes.
-No cedo.
-Entonces escucha -intervine sin pedir permiso-. Si caes, te voy a ver. Te voy a recordar, caído, vencido.
Árgon me miró como si, por primera vez, me viera. No le gustó.
-Rey -gruñó-. Última vez.
Quinto choque. Esta vez, Kael no esperó. Entró con un giro y una llave de hombro que convirtió el cuerpo de Árgon en una palanca contra sí mismo. Fue limpio. Y fue el final.
Árgon cayó de espaldas. Kael lo siguió y lo inmovilizó colocando su peso en puntos exactos.
-Cede -pidió Kael, respirando hondo.
Árgon miró a sus hombres. Buscó miradas de humillación en los nuestros y no la halló.
-Cedo -dijo casi sin voz.
Todos respiramos profundo.
Kael se apartó en seguida y lo ayudó a ponerse de pie. Árgon le aceptó la mano a medias, con la rabia detrás de los dientes. No miró al Consejo. Me miró a mí.
-No has ganado -murmuró, lo bastante bajo para que solo los que estaban muy cerca de mí oyeran-. Los lobos recuerdan. Yo también.
-Recuerdan la verdad. Y hoy habló.
Árgon hizo un gesto a los suyos. Se retiraron como habían llegado: negros sobre ocre, su sombra se disolvió entre los troncos. Solo cuando el último se perdió, la mujer habló.
-Queda asentado. Amparo aceptado. Reclamo negado. Duelo concluido. La frontera queda advertida.
Mikel soltó el aire por la nariz. Eidan bajó los hombros. Ares se pasó una mano por el cabello, aliviado.
Kael se volvió hacia mí.
-¿Estás bien?
-Sí -dije, y mi lobo, detrás, añadió un aullido breve, feliz.
-Quiero decir algo -pedí.
El Consejo asintió. Kael también.
Di un paso al centro.
-Me llamo Lía, hija de Helena y de Íñigo. Soy de los que ven. Y hoy también vi.
Se hizo un silencio. Y luego, un murmullo que no fue de gente: hojas, ramas, tierra, viento. Como si el territorio me aceptara.
Kael sonrió por segunda vez en el día.
-Ven. Hay pan.
Reí sin querer. El cuerpo me pedía descanso y sopa.
Nos alejamos del círculo. A mitad de camino, un olor extraño cortó el aire: hierro viejo, humo. Kael se detuvo. Mikel levantó la cabeza como un perro. El bosque se puso tenso.
-¿Lo hueles? -susurré.
Kael asintió.
-Sí -dijo-. Esto no terminó.
Y la noche nos mostró lo que venía.