La noche anterior, Román y Nilda se habían ido a una gala benéféfica. Me había quedado en casa, mis nauseas eran constantes. Él ni siquiera me había preguntado por mis estudios. Su mirada estaba fija en Nilda, en su vestido, en su sonrisa. Era como si yo no existiera.
Comencé a empacar. No había mucho que llevar. Mis tejidos, mis pinturas, mis cuadernos. Y los recuerdos. Los recuerdos de un matrimonio que nunca fue, de un padre al que le habían arrebatado la vida, de una comunidad que clamaba justicia. Mis dedos rozaron un viejo álbum de fotos. Fotos de mi boda. Román y yo, con nuestras sonrisas forzadas. Una mentira.
Lo arrojé a la basura. No necesitaba esos recuerdos. No necesitaba esa farsa. Ya no sería una espectadora de mi propia vida. Sería la protagonista.
Los días pasaron volando. Me sumergí en mis tejidos, en mis diseños. Era mi escape, mi refugio. Román me dejó en paz, absorto en sus negocios y en Nilda.
Un día, mi teléfono vibró. Era Román. "¿Alina? ¿Dónde estás? Te necesito", dijo, su voz con un tono de urgencia que nunca había escuchado.
Me sorprendió su llamado. "Estoy en la universidad, Román. ¿Qué pasa?"
"Pasa que Nilda tuvo un pequeño accidente. Está en el hospital. Te necesito aquí", respondió, su voz autoritaria.
"¿Nilda? ¿Qué le pasó?", pregunté, la preocupación en mi voz era genuina. A pesar de todo, no le deseaba mal.
"No es nada grave. Pero está asustada. Ven al hospital. Te mando el chofer", dijo, y colgó.
Llegué al hospital. El olor a desinfectante me revolvió el estómago. Subí al piso donde estaba Nilda. Román estaba en la sala de espera, su rostro pálido, su mirada perdida.
"Román, ¿qué pasó?", pregunté.
Román me vio, sus ojos se abrieron, la sorpresa en ellos. "Alina, ¿qué haces aquí? Le dije al chofer que te llevara a casa".
"Vine porque Nilda está en el hospital. ¿Cómo está?", respondí, tratando de ignorar su sorpresa.
"Está bien. Solo fue un susto. Se desmayó", dijo, su voz tensa. "El médico dice que fue por el estrés. Y el embarazo".
Sentí un escalofrío. ¿Embarazo? Mi cabeza empezó a dar vueltas. Había estado tan concentrada en mi huida, en mi arte, que había ignorado las señales. Las náuseas, el cansancio, el retraso. No podía ser.
Me dirigí al baño, mi estómago revuelto. Vomité. Al salir, vi a Román hablando con Nilda, que yacía en la camilla. Ella le acariciaba el rostro.
"Román, ¿qué tiene Nilda?", pregunté, mi voz apenas un susurro.
"Está embarazada, Alina. Vamos a tener un bebé", Román dijo, una sonrisa en su rostro que nunca me había dado. Sentí que el aire me abandonaba. El mundo se desvaneció.
Nilda me sonrió, una sonrisa de victoria. "Sí, Alina. Un bebé Sánchez. ¿No es maravilloso?"
No podía respirar. Huí de la habitación, de ellos, de esa verdad que me destrozaba. Corrí por los pasillos, las lágrimas empañando mis ojos. Choqué con una enfermera, los papeles volando por el aire.
"¡Disculpe! ¿Se encuentra bien?", preguntó la enfermera.
No respondí. Solo seguí corriendo. Corrí hasta el estacionamiento, hasta mi coche. Conduje sin rumbo, las lágrimas cayendo por mi rostro. Mi corazón estaba roto, mi alma destrozada.
Unas semanas después, en la farmacia, compré un test de embarazo. Dos líneas rojas. Positivo. Mi mundo se detuvo. Fui al médico al día siguiente.
"Señora Castell, felicidades. Está embarazada. Tiene ocho semanas", dijo la doctora, su voz amable.
Ocho semanas. Eso significaba que había quedado embarazada la noche en que Román había entrado en mi habitación, la noche en que Nilda había fingido una crisis. La noche en que él me había abandonado por ella.
Mi mente se negó a aceptar la realidad. ¿Un hijo de Román? ¿Un hijo de ese hombre que me había humillado, que me había traicionado? No. Me negaba a aceptarlo.
Intenté llamarlo, pero él no contestó. Fui a su oficina. Lo vi, en su coche, besando a Nilda. Ella acariciaba su vientre. Mi corazón se rompió en mil pedazos.
Me escondí, escuchando la conversación. "El médico dijo que está todo bien con el embarazo, mi amor", Nilda susurró.
"Me alegra tanto, Nilda. Seremos una familia feliz", Román respondió.
Mi visión se nubló. Salí corriendo de allí, las lágrimas cayendo por mi rostro. No podía quedarme. No podía ser parte de esa farsa.
Regresé a casa, mi mente en un torbellino. Mi investigación, mi arte, mi futuro. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo podría criar a un hijo sola, lejos de mi tierra, de mi gente? No tenía a dónde ir.