Échale la Culpa al Río
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Échale la Culpa al Río

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Capítulo 1 EL REGRESO

El avión se deslizaba como pájaro de mar en cacería, tras un cielo totalmente despejado, azul resplandeciente a la luz del medio día. Todo el aeropuerto estaba lleno de movimiento; gente que llegaba, gente que despedía a sus familiares o amigos, aeromozas, maleteros con maletas de aquí para allá.

Con igual soltura y gracia se desplazaba Maurizio Bello-ni, sus canas nada le restaban a su energía, más bien parecían a destiempo. Se detuvo frente al oficial de migración y le saludó con buen ánimo, como lo hace un buen vendedor, no importaban las doce horas de viaje ni la falta de sueño. Se veía muy distinguido, arrastrando una maleta de mano, algunos papeles en la otra mano, salió hasta el hangar frente al estacionamiento buscando con la mirada a Juan su chofer, ese que había contratado por teléfono su secretaria tal como le había pedido, le confirmó: "Se llama Juan García! "¿Juan García? Que coincidencias tienes la vida... pero me agrada el nombre confírmale mi llegada, que lleve alguna identificación" le había comentado Don Maurizio a Natalie cuando ella le dijo las referencias del chofer. En el mismo hangar y por razones diferentes se encontraba Franco Díaz-Bonetti quien estaba conversando con unos colegas que se despedían. Franco vio a Maurizio y lo reconoció.

- ¿Maurizio? ¡Maurizio! Hombre eres tu... – con rostro de asombro algo fingido Franco se le acerca.

- Franco.... caramba que sorpresa, no esperaba encontrarme con nadie conocido aquí en el aeropuerto. – Maurizio se le acercó con la intención de darle un abrazo, como lo hacen dos viejos amigos que se reencuentran después de muchos años. Sin embargo, Franco solo le extendió la mano. El siempre formal, frío y distante Franco, aún más con personas como Maurizio, a quien consideraba inferior por ser de otra condición social (ya no era así porque ahora era un importante político y distinguido funcionario de alto nivel) Por otro lado, seguía siendo popular entre las damas y algunos caballeros amantes de los caballos. Pero, sobre todo, Maurizio era su rival del pasado y siempre sería un peligro para su matrimonio, a pesar del paso de los años.

- Estoy seguro de que mucha gente se alegrará de verte, siempre me preguntan por ti. Vamos te llevo y hablamos en el camino. Me imagino que te vas a hospedar en algún hotel – dijo Franco rápidamente para liberar un poco de tensión, disimulando su desagrado.

- La verdad es que volví para quedarme y en realidad compré un apartamento en Bella Vista, es una buena adquisición, hasta tiene vista al Mirador... - ve a "Juan su chofer, con letrerito en mano" que se acerca a ellos. - Además tengo chofer, mira ahí viene – Franco, los mira con un poco de desdén, trata de disimular sin éxito. Maurizio lo nota. - Pero tienes razón tenemos que hablar, te acepto un trago, quiero ponerme al tanto de las cosas. Recuerdo perfectamente que el próximo sábado es tu aniversario de bodas, ¿verdad? - El rostro de Franco cambió de expresión por unos segundos, nuevamente. Una sonrisa retorcida apareció en sus labios antes de hablar.

- Es increíble que lo recuerdes. Es una buena oportunidad para que veas a Brenda y a nuestra preciosa hija Annie. Fue una pena que tuvieras que irte del país sin conocerla, ya es toda una señorita. Seguro le gustará conocerte.

- ¿Eso crees? Bueno, cuéntame ¿Cómo están ellas? No, mejor no me digas...ya las quiero ver para preguntarles yo mismo. Vamos a tomarnos ese trago. - Maurizio le sigue el juego a sabiendas de los viejos rencores, pero esta vez estaba dispuesto a enfrentar todo lo que fuera necesario para volver a estar cerca de Brenda. Aunque hayan pasado casi veinte años sin verla la recordaba perfectamente. Su historia nació en las aguas del rio Rincón. Brenda acababa de cumplir sus quince años y Maurizio con diecisiete añitos, en plena pubertad, llegaba al pueblo con su padre Paolo Belloni, el nuevo capataz de las tierras de los Díaz-Bonetti.

Las siembras de cacao y coco de los Díaz-Bonetti era la más grande del país en esos años y casi todos los del pueblo trabajaban para ellos. Paolo y su familia venían de tener una delicada situación económica en su país de origen y comenzaban aquí desde cero gracias a sus conocimientos de cultivos; procesos de sembrado y recolección de frutos injertos. Maurizio era un chico rebelde y siempre estaba metido en líos. Una tarde corriendo de las amenazas de uno de los parceleros por estar coqueteándole a una de sus hijas, Maurizio se metió a esconderse en la casa de los padres de Brenda. Fue un flechazo a primera vista y una relación condena a fracasar desde el principio ya que Brenda estaba en la mira de Franco el hijo mayor de los Díaz-Bonetti. Todas las tardes Maurizio y Brenda se iban a pasear al rio. Allí dieron rienda suelta a su amor a escondidas de todos durante tres años.

Salieron del aeropuerto en sus respectivos autos después de ponerse de acuerdo en el lugar a visitar para tomarse ese trago y tener aquella tan esperada conversación. Don Maurizio le da las instrucciones de lugar a Juan su chofer. A diferencia de Franco quien sube a su maravilloso vehículo Range Rover último modelo. Siempre había preferido guiar sus autos, a pesar de su fuerte miopía. Autos enormes, sumamente confortables y de mucho valor tanto para la familia, sentimentalmente, como económicamente. El gusto algo extravagante de Franco se distinguía prácticamente en todas sus posesiones, aunque era considerado un hombre sencillo en el trato con los demás solo en apariencia.

Cuando Brenda bajaba las escaleras de la habitación de su amado, la sobrecogió una vez más aquel miedo insensato. Un torbellino negro se movía de repente ante sus ojos, las rodillas se le enfriaban en una rigidez terrible, y le fue preciso agarrarse de la barandilla para no caer hacía adelante. No era la primera vez que se arriesgaba a la peligrosa visita y no le era extraño aquel súbito acceso; siempre al regresar a su casa, sucumbía sin resistencia. Era más fácil sin duda del camino de ida; mandaba parar un taxi en la esquina, andaba presurosa los pocos pasos hasta el umbral de la casa y subía al vuelo las escaleras, desvaneciéndose el temor- en el cual ardía también la impaciencia- bajo la tempestad de los primeros abrazos; pero después, al regreso se llenaba de escalofríos, aquel terror misterioso revueltamente amasado con la idea de la culpa y la loca aprensión de que las miradas de los transeúntes desconocidos podían leer en ella de donde venía y contestar a su confusión con una sonrisa descarada. Los últimos minutos de la entrevista con su amado estaban ya envenenados por una creciente inquietud del pensamiento; al disponerse a salir, temblaban sus manos con una prisa nerviosa; oía distraídamente las palabras y evitaba, presurosa las últimas demostraciones de pasión; salir, salir pronto, es lo que todo en ella anhelaba; salir de la habitación, de la casa, de la aventura, para guardarse en la paz de su mundo familiar. Y luego, todavía aquellas palabras tranquilizadoras, que ni siquiera oía en el medio de su agitación y aquellos minutos de asechar tras de la puerta si subía o bajaba alguien. Pero no bien ponía los pies en la escalera, la esperaba el miedo, impaciento por hacer presa de ella, adueñándose de tal modo del latir de su corazón, que bajaba los últimos peldaños como inconsciente.

Permaneció un minuto con los ojos cerrados y respiran-do afanosamente el frescor crepuscular de la escalera. En uno de los pisos altos se oyó el ruido de una llave en la cerradura. Sobresaltada, hizo un esfuerzo, mientras acercaba sus manos temblorosas al florido pañuelo que usaba como disfraz sobre la cabeza, y bajó con más prisa los últimos escalones. Todavía la amenazaba aquel último paso, el más terrible, el trasponer de un umbral extraño a la calle. Bajó la cabeza como un saltador al embestir y salió presurosa de la puerta medio abierta. Dio un fuerte tropezón a una señora que iba a entrar.

- Usted disculpe - dijo turbada, y se dispuso a continuar. Pero aquella persona le privó el paso plantándose anchamente frente a la puerta, mirándola iracunda.

- ¡El día que caiga usted en mis manos...! – gritaba desesperadamente en tono áspero. - ¡Vaya con las señoras decentes! No le basta con un hombre y su dinero y tiene que quitarle el cariño a una pobre muchacha...

- ¡Por Dios!... ¿De qué habla usted?... Se equivoca... – tartamudeó Brenda, e intentó torpemente escabullirse; pero la otra tapó la puerta con todo su ancho cuerpo y la regañó con viveza.

- No, no me equivoco... sale de ver a mi amigo, a Maurizio. Ahora ya le ha cogido, y sé porque él me dedica tan poco rato estos últimos tiempos. Por culpa de usted... ¡Es usted una cualquiera!

- Pero ¡Por Dios! – Interrumpió Brenda con voz apagada – No grite usted así – y retrocedió hasta el vestíbulo. La otra la miraba con altivez. Aquel bambolear miedoso, aquel evidente desamparo, la vigorizaban. Con una sonrisa presuntuosa y satis-fecha pasaba revista a su víctima. Su voz hinchada de una complacencia plebeya se ensanchaba, adquiría vuelo:

- ¡Vaya con las señoras casadas, las distinguidas! Cuando le van a robar a una un hombre llevan velo para luego poder seguir presumiendo de señoras decentes...

- ¿Qué... qué quiere usted de mí? No la conozco y llevo prisa...

- Prisa... Naturalmente, para correr al lado del marido..., y presumir de señora decente. Lo que nosotras trabajamos, aunque reventemos de hambre, no le importa nada a una dama distinguida. Le quitan a una hasta lo último que le queda estas señoras decentes.

En el camino cayó en cuenta de cuanto la había impresionado el encuentro. Se palpaba las manos que colgaban rígidas y frías como una cosa muerta, y empezó a tiritar violentamente. Algo amargo le agarrotaba la garganta; sentía nauseas, y al mismo tiempo una furia insensata y sorda agitaba su pecho como en un espasmo. Tenía ganas de gritar y de dar puñetazos para liberarse del horror de aquella impresión que tenía clavada en la frente como un anzuelo: Aquella cara demacrada, con su risa provocativa; aquel vaho a salvajismo que salía del mal-vado aliento de la artesana; aquella boca crispada y colmada de odio, que le había escupido al rostro las palabras más soeces; el enrojecido puño con que la amenazó; cada vez más arriba la náusea le oprimía la garganta, y como la molestaba la celeridad del coche, estuvo a punto de avisar al chofer que moderase la marcha; pero se decidió que al mal paso darle prisa y aguantar su malestar. Por fin al acercarse a su casa se precipitó a salir tirando un par de billetes en las manos de aquel chofer. Entró a su mansión y subió las escaleras con una prisa, nerviosa. Se quitó los zapatos, se volteó a ver en el espejo y una luz muy brillante la hizo despertar del sopor y concentrarse en la realidad.

Siempre era misma pesadilla. Aquella vida perfecta junto al marido perfecto era solo una pantalla y su realidad. El mal sueño que se repetía como una película de otra vida, otro tiempo otras personas, pero se sentía tan real como si en su memoria estuvieran grabados esos recuerdos para que nunca los pudiera olvidar. No era justo, se repetía a sí misma cada mañana al despertar de la misma alucinación. Ella nunca se convertiría en esa mujer que traiciona a su marido. Nunca sería una cualquiera que presume de mujer decente, aunque ni siquiera esté enamorada de su esposo y su matrimonio haya sido un arreglo entre sus padres, ella nunca viviría una aventura porque su único y verdadero amor estaba muy, muy lejos y después de veinte años había perdido cualquier esperanza de ser realmente feliz.

                         

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