'Soy madre', pensé. El corazón todavía me dolía mientras yacía en la cama del hospital, contemplando la que era, quizás, la mayor de mis proezas: mis gemelos recién nacidos.
El corazón se me llenó de alegría y orgullo al mirarlos: mi hermoso niño y mi preciosa niña, envueltos en mantas a mi lado. Pero esa alegría fue eclipsada por una inquietud con la que ya me había familiarizado a lo largo de los años.
A pesar del aire acondicionado, la habitación se sentía sofocante y una presencia aún más fría se cernía sobre mí: mi esposo. Ahí estaba él, con sus hombros anchos y su rostro apuesto e inexpresivo.
Estaba de pie, observándome como si yo fuera algo desechable, y quizás lo era. Yo acababa de traer al mundo a nuestros hijos, a nuestro futuro, y él ni siquiera era capaz de regalarme una sonrisa, ni una palabra de consuelo, ni siquiera un "estoy orgulloso de ti". Eso era lo único que anhelaba escuchar.
Contuve el aliento, esperando algo, cualquier cosa que rompiera el silencio. Sin embargo, lo que vino a continuación jamás me lo imaginé. Cuando se movió, no fue para cargar a nuestros hijos ni para pasar una mano por mi cabello con ternura. No. Todo lo contrario. Sin decir nada, arrojó un montón de papeles sobre mi regazo y me ordenó con voz fría y distante: "Fírmalos".
Tardé un momento en procesar sus palabras. Parpadeé, con la vista nublada por el agotamiento de haber traído al mundo a dos seres humanos. ¿Firmar qué? Entonces bajé la vista hacia los papeles y luego lo miré, confundida. "Lo siento, ¿qué...?".
"Los papeles del divorcio", me interrumpió con dureza.
Al escuchar eso, se me encogió el corazón y se me revolvió el estómago. ¿Qué?
"Ten", dijo con voz cortante mientras me lanzaba un bolígrafo. Se veía tan impaciente que daba la impresión de que todo eso le molestaba, como si no estuviera feliz de que sus hijos hubieran nacido.
"¿Qué...?". Se me cortó la respiración mientras volvía a mirar los papeles con incredulidad. ¿Qué estaba pasando? Literalmente, acababa de dar a luz a sus hijos. No podía estar hablando en serio. ¿De verdad quería divorciarse?
"No... entiendo. Acabo de dar a luz...".
"¡Y tienes suerte de que estos niños sean míos! Ordené que les hicieran una prueba de ADN apenas nacieron". Me quedé boquiabierta. "Si los resultados hubieran sido otros..., habría hecho tu vida y la de tu amante un infierno".
La conmoción fue tal que sentí náuseas. ¿Que hizo qué? ¿Mi amante? La acusación me cayó como una patada en el estómago. No entendía a qué se refería. Apenas podía respirar y el pulso me retumbaba en los oídos.
"Alex, ¿cuál...? ¿Cuál amante?". ¿De verdad creía que le había sido infiel? ¿Después de haberle demostrado cada segundo lo mucho que significaba para mí? "¿De qué estás hablando?".
"A mí no me engañas, Raina", soltó él, acercándose. "Ahora, fírmalos".
Las lágrimas me ardían en los ojos.
"¿Esto es una broma o qué?". ¡Tenía que serlo! "No sé de qué...".
"¡Ay, ya deja de fingir, Raina! Todos sabemos la verdad", dijo Vanessa, su hermana, dando un paso al frente desde una esquina de la habitación. Ni siquiera me había percatado de su presencia. "Así que haznos un puto favor y deja de fingir".
Mi mente era un torbellino en ese momento. Eso no podía estar pasando. Tenía que ser un sueño. ¿Acaso estaba en coma, viviendo mi peor pesadilla?
"No...", empecé, pero ella me arrojó un montón de fotografías. Algunas se desparramaron sobre la cama y otras se cayeron al suelo.
Con una mueca de dolor, me incorporé hasta sentarme y agarré una de las fotos con manos temblorosas. Me costaba ver a través de las lágrimas que empañaban mi visión, y respiraba agitadamente. "A... Alexander, escucha...".
"¡Basta!", gritó él, furioso, antes de que yo tuviera la oportunidad de ver las fotos. "¡Deja de hacerme perder el tiempo y firma los putos papeles, maldita zorra!".
¿Zorra? ¿Yo? ¿Su esposa? ¿Por qué me llamaba así? ¿Qué estaba pasando?
Sus palabras fueron como una puñalada en el corazón. Dios mío, ¿entonces hablaba en serio sobre... terminar con nuestro matrimonio?
El pánico me cerró la garganta y comencé a hiperventilar. Mi cuerpo temblaba sin control mientras la habitación me daba vueltas. A través de mis lágrimas, busqué en su rostro algún destello de emoción, por mínimo que fuera, algo de compasión, preocupación, amor.
Pero no había nada, solo frialdad. ¿Acaso había amado al hombre equivocado? El pensamiento me destrozó.
Durante años, había ignorado las señales. Su familia me había odiado desde el principio. Ellos creían que no era lo suficientemente buena para él y que no merecía su prestigio.
También soporté sus insultos y sus constantes humillaciones. De hecho, su madre me ofreció dinero varias veces para que desapareciera antes de la boda, y yo me negué, ya que mi amor por él era genuino, puro y desinteresado. No quería su dinero.
Sin embargo, cada vez que me humillaban y yo se lo contaba a Alexander, él simplemente se encogía de hombros y decía: "Así son ellos, Raina. Ya se acostumbrarán".
Pero nunca lo hicieron, y él jamás me defendió, ni siquiera cuando su hermana me llamó cazafortunas durante nuestro compromiso, ni cuando su padre le sugirió que anulara el matrimonio después de nuestro primer año de casados.
A pesar del desprecio de su familia, de sus sobornos y de sus maltratos, me mantuve a su lado, amándolo aún más e inventando excusas todo el tiempo para justificar el hecho de que él no dijera nada.
Pero ahora el hombre que yo amaba había desaparecido, o tal vez nunca había existido; quizás me había estado engañando a mí misma todo este tiempo.
En ese momento, la verdad se me presentó con una claridad dolorosa: él nunca me había amado. '¡Qué estúpida fui!', pensé, mientras la oscuridad se apoderaba de mí.
"Ya deja de retrasar todo y firma los papeles. Tengo asuntos que atender".
"Alex", susurré, volviéndome hacia él. "Por favor, ¿podemos hablar a solas? Estoy... segura de que todo esto es un malentendido". La desesperación ahogaba mis palabras. "Solo escúchame".
"No". Luego miró su reloj con desdén y continuó: "No es necesario. Ya sé todo lo que necesito saber. Hablaremos cuando nuestros abogados estén presentes, así que puedes guardarte tus mentiras para ese momento".
"Alex... Tú me conoces. Sabes que yo nunca haría algo así. Siempre te he amado, solo a ti. Jamás te sería infiel".
Pero a él no le importó, ni siquiera me miró cuando dijo: "Solo firma los papeles. Lo nuestro terminó".
"Alex...", dije entrecortadamente, con los labios temblorosos, suplicándole con la mirada que me escuchara.
Pero él solo me miró con frialdad y masculló, como si se estuviera conteniendo para no escupirme: "Por favor, no me hagas repetírtelo".
Con los ojos llenos de lagrimas, tomé el bolígrafo. Las manos me temblaban tanto que apenas pude garabatear mi firma, pero lo hice, ya que no tenía otra opción. Al terminar, miré a mis gemelos recién nacidos, consolándome con la idea de que, al menos, los tendría a ellos.
Pero entonces, inesperadamente, su madre, a quien no había visto porque había estado justo a mi lado, detrás de las máquinas, dio un paso adelante y señaló a mis bebés, diciendo: "Toma al niño y vámonos".
Al escuchar eso, alcé la cabeza de golpe, alarmada. ¿Qué?
"Lee los papeles", dijo Alexander con frialdad. "Renunciaste a la potestad de mi hijo".
Se me heló la sangre al instante. "Alex, no...", solté, sin poder respirar. "¡So... solo es un bebé, no puedes quitármelo! ¡No puedes...!".
"¡Es mi heredero!", dijo, apretando la mandíbula. Luego, inclinándose hacia mí, añadió con voz venenosa: "La niña... puedes quedártela. Como un favor. Podría llevarme a los dos, pero así no tendré que preocuparme de que se convierta en una zorra como su madre".
Al instante, jadeé, echándome para atrás. "¡Alex! ¡Cómo puedes decir eso de nuestra hija, de mí!".
"Tu hija. De ahora en adelante solo es tuya", sentenció, sin emoción alguna. "El doctor dijo que está delicada y que tal vez no sobreviva mucho tiempo. No tengo necesidad de una carga, especialmente una que pueda terminar siendo como tú". Dicho eso, me dio la espalda, borrando todo lo que habíamos sido, y se fue, cargando a nuestro bebé.
Al ver cómo se iba, grité y sollocé sin control; estaba tan débil que ni siquiera pude levantarme de la cama. "¡Alex! ¡Por favor! ¡No te lo lleves!... ¡Te lo pido!".
Al ver que él no se dio la vuelta, me derrumbé, aferrando a mi niña contra el pecho mientras los sollozos sacudían todo mi cuerpo y el peso de la traición terminaba de aplastarme.
Estaba sola, completamente abandonada.