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Contrato de amor: secretos y promesas

Contrato de amor: secretos y promesas

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img 11 Capítulo
img Salej
5.0
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Acerca de

Clara Martins juró no volver a depender de nadie. Tras la muerte de su abuela, se dedicó en cuerpo y alma a la pequeña panadería que heredó en el centro de São Paulo, el único legado de una familia atormentada por las deudas. Pero cuando una traición inesperada amenaza con cerrar sus puertas para siempre, Clara recibe una propuesta indecente de quien menos esperaba: Enzo Albuquerque, el frío y millonario empresario al que odió amar en su juventud. Para salvar su imperio de una conspiración dentro de su propia familia, Enzo necesita la esposa perfecta, y Clara, con su dulce sonrisa y su reputación impecable, es la única que puede convencerlos de que es un hombre de familia. Un contrato de un año, sin sentimientos, sin escándalos... y sin secretos. Pero entre cenas forzadas, besos robados y noches de insomnio bajo el mismo techo, viejas heridas comienzan a sangrar, y una pasión que debería haber muerto reaviva con más fuerza que nunca. ¿El problema? Clara esconde más que solo dolor: lleva consigo una nueva vida que podría cambiar el rumbo. Y Enzo alberga un secreto que podría destruirlos antes de que este amor prohibido tenga una segunda oportunidad. Cuando la venganza, el orgullo y el deseo se entrelazan, incluso el contrato más férreo puede romperse. ¿Puede un corazón herido perdonar? ¿Y puede un hombre que nunca supo amar soltar el control para no perderlo todo de nuevo? Un matrimonio por contrato. Un bebé inesperado. Una segunda oportunidad que nadie creyó posible. "Contrato de Amor: Secretos y Promesas" te cautivará hasta la última página.

Capítulo 1 Pan de jengibre

Clara apretaba el sobre manila entre los dedos, como si pudiera cambiar lo que estaba a punto de suceder. El dulce aroma a pan de jengibre y café recién hecho impregnaba la pequeña habitación, mezclándose con el tenue aroma a glaseado de vainilla que aún llevaba en las manos. Tras el desgastado mostrador de madera, todo le parecía tan familiar que costaba creer que, en treinta días, ya no habría nada.

Respiró hondo, sintiendo un ardor en el pecho. El reloj de pared, heredado de su abuela, marcaba con cruel precisión. Sabía lo que contenía ese sobre. Lo supo desde el momento en que llegó el repartidor, sin atreverse a mirarla a los ojos.

"Vamos, Clara...", murmuró para sí misma mientras rasgaba el sello.

El papel se deslizó, pesado como el plomo. Las palabras saltaron como un puñetazo: aviso de desahucio. Fecha límite: treinta días para pagar la deuda o entregar las llaves. Alquiler atrasado, impuestos acumulados, costas judiciales.

El suelo pareció abrirse bajo sus pies. Tuvo que agarrarse al mostrador para no caerse. Todo lo que había luchado por mantener vivo durante los últimos tres años estaba a punto de desvanecerse, como si nunca hubiera existido.

Cerró los ojos. Y, como un susurro del pasado, volvió a ver a doña Amélia. Su abuela estaba allí, en su recuerdo, con un delantal floreado, manos firmes amasando sobre la encimera de mármol. Su rostro estaba curtido, pero su sonrisa siempre era juvenil.

"Clarinha, ven aquí. La masa requiere paciencia, amor y una pizca de fe. La receta nunca falla si el corazón está en el lugar correcto."

Clara era solo una chica con trenzas, arrodillada en un taburete para llegar al mostrador. Siempre fascinada por ver cómo la harina se transformaba en sueños, el azúcar en consuelo.

"Te lo prometí, abuela...", susurró, abriendo los ojos de nuevo a la panadería vacía. "Te prometí que me encargaría de esto. Y lo haré."

El sonido de la puerta al abrirse la sacó de su trance. ¿Una clienta? A esa hora de la tarde, casi no aparecía nadie. El timbre sonó débilmente, pero fue suficiente para recordarle que debía reaccionar.

"¡Buenas tardes!" Clara levantó la barbilla, conteniendo las lágrimas. Una sonrisa practicada, aunque nadie al otro lado podía ver la grieta que se abría en su interior.

Era doña Zuleide, la vecina de la calle de atrás. Había venido a recoger el pedido de pastel de cumpleaños de su nieta.

"¡Hola, querida!", dijo la mujer, apoyando su bastón en el mostrador. "¿Sigues aquí sola, eh? Tu abuela estaría orgullosa".

Esas palabras le resonaron. Clara se mordió el labio, forzando una sonrisa. Tomó la caja blanca decorada con un lazo rosa y la colocó delicadamente sobre el mostrador.

"Aquí está todo, doña Zuleide. Un kilo de chocolate puro relleno de brigadeiro, tal como me lo pidió".

"¿Y el secretito de abuela, no?", rió la anciana, apretando la mano de Clara. Solo tú podías evitar que esto muriera.

Clara apretó su mano arrugada entre las suyas, sintiendo el calor que tanto había echado de menos estos últimos días.

"No lo permitiré, Sra. Zuleide. Puede estar segura."

Recibió el pago en efectivo, contando cada billete, cada moneda. Aun así, no era más que una gota en un mar agujereado. Después de que su vecina se fuera, Clara apoyó la frente en el mostrador de mármol, tan fría como la realidad que la aplastaba.

Sonó el teléfono fijo, un timbre agudo que resonó en la pequeña habitación. Respiró hondo antes de contestar.

"¡Confeitaria Martins, buenas tardes!"

Al otro lado, silencio. Luego, una voz masculina, seca, directa.

"¿Sra. Clara Martins?"

"Sí."

"Soy Albuquerque & Andrade Advogados. Llamamos para confirmar la recepción de la orden de desalojo." La voz era impersonal, indiferente al dolor que causaron esas palabras. "Necesitamos programar la entrega de llaves si la deuda no se paga dentro del plazo legal." Clara sintió que la ira la invadía, quemándole la piel. No era solo una notificación. Era una sentencia. ¿Y quién estaba detrás de esa oficina? Todos lo sabían: la empresa dueña del edificio, la misma que había estado comprando propiedades en la calle para derribarlo todo y construir otro edificio de lujo.

"Pagaré hasta el último centavo", respondió, intentando mantener la voz firme. "No me lo van a sacar tan fácilmente."

"Señora, es su derecho intentarlo. Pero le aconsejamos que llegue a un acuerdo." Y la línea se cortó al instante.

Clara se quedó allí, con el teléfono pegado a la oreja, sintiendo el peso del mundo aplastar sus delgados hombros. Al otro lado del cristal empañado, el viejo cartel se mecía con el viento: Confeitaria Martins - Desde 1978. Un pedazo de historia familiar, un pedazo de ella misma. Aunque tenga que hacer fila en la calle para vender cada brigadeiro, cada rebanada de pastel, pagaré esta deuda.

Aunque tenga que tragarme el orgullo y pedir ayuda...

Cerró los ojos. La imagen de Enzo Albuquerque cruzó su mente como un cuchillo: traje impecable, sonrisa gélida, ojos que siempre sabían dónde golpear. El heredero de todo esto. El hombre que una vez fue casi suyo, y que ahora podía firmar su decreto de quiebra de un plumazo.

"No", murmuró a la habitación vacía, como si su abuela la escuchara. "No me arrodillaré ante él. Nunca más".

Tomó la escoba y barrió las migas invisibles del suelo. Ordenó los tarros de dulces y miró la caja registradora. Un pequeño gesto, pero suficiente para recordarse que aún era la dueña de este lugar. Mientras las puertas estuvieran abiertas, aún había esperanza.

Y, por mucho que el mundo intentara decirle lo contrario, Clara Martins ya no era esa chica asustada que se escondía tras el mostrador. Ahora era una mujer, y una mujer dispuesta a luchar hasta el último detalle.

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