El dolor agudo en mis huesos rotos era lo último que sentía, el frío de la mazmorra se filtraba mientras el Imperio ardía.
Isabella, mi prometida, no solo había vendido los planos de defensa de la capital con su amante, el eunuco Sebastián, sino que también me envenenó lentamente.
"Te amé, Alejandro, pero te interpusiste. Él era mi verdadero amor", me susurró, mientras la parálisis me invadía. Sebastián, con una sonrisa torcida, presenció mi caída. Viendo cómo mi mundo se desmoronaba por su traición, morí con el veneno quemándome la sangre.
