Ella se levantó de inmediato, sus manos ligeramente temblorosas. Frente a ella estaba el Jefe de Cirugía, el Dr. Jesús Rivas. Su porte era imponente, con una mirada que combinaba autoridad y un leve dejo de carisma que parecía innato.
-Bienvenida. Vamos a hacer una pequeña prueba práctica antes de tomar una decisión final -dijo mientras comenzaba a caminar.
Cada paso que daba detrás de él aumentaba la presión en su pecho. El hospital, con sus corredores brillantes y el suave aroma al desinfectante, parecía un laberinto de posibilidades. Llegaron al área de hospitalización, donde Jesús señaló una habitación.
-Quiero que atiendas al paciente de esta sala. Necesita un cambio de vendajes y monitoreo. Regresaré en unos minutos.
Clara asintió, pero por dentro se sentía como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros. Respiró profundamente antes de abrir la puerta.
Dentro, la habitación estaba bañada por la luz del mediodía que se filtraba a través de las cortinas. En la cama, un hombre joven descansaba con una expresión serena pero curiosamente alerta. Su sonrisa despreocupada se amplió al verla entrar.
-Hola -dijo, inclinando la cabeza. Su voz tenía una suavidad que escondía algo más profundo.
-Hola -respondió Clara, sintiendo el rubor subir por su cuello-. Soy Clara Gómez. Estoy aquí para atenderlo.
-Encantado, Clara. Yo soy Mateo.
A medida que Clara comenzaba a realizar su trabajo, la tensión en el aire se hacía más palpable. Cada movimiento parecía estar cargado de una energía desconocida, como si las paredes mismas estuvieran conteniendo el aliento.
-Eres nueva, ¿verdad? -preguntó Mateo con una sonrisa que parecía tanto amistosa como provocadora.
-Sí, hoy es mi primer día -respondió ella, intentando sonar profesional mientras evitaba mirar directamente sus ojos, que tenían un brillo que la desarmaba.
-Espero que te quedes mucho tiempo -murmuró él-, y aunque sus palabras eran simples, el tono las hacía sonar como una promesa.
En un momento, mientras ajustaba las almohadas, sus manos se rozaron. Fue un contacto breve, pero el efecto fue devastador. Clara levantó la vista, y sus ojos se encontraron con los de Mateo.
El tiempo pareció detenerse. El mundo fuera de esa habitación dejó de existir. La mirada de Mateo era intensa, casi hipnótica, como si pudiera ver a través de cada capa que Clara intentaba mantener en pie.
-Esto... esto no es apropiado -dijo Clara, más para convencerse a sí misma que a él.
Pero antes de que pudiera moverse, Mateo alargó la mano y la tomó por la cintura, acercándola. El latido de su corazón resonaba en sus oídos como un tambor de guerra.
-A veces lo apropiado es lo que menos importa -susurró él, con una sonrisa cargada de misterio.
Clara sintió que su mundo entero se tambaleaba. Había algo en la forma en que Mateo la miraba, una mezcla de ternura y peligro que la atraía y la aterraba al mismo tiempo.
De repente, la puerta se abrió, y Jesús apareció con el ceño ligeramente fruncido.
-¿Todo bien aquí? -preguntó, con una voz que parecía más una advertencia que una simple consulta.
Clara dio un paso atrás de inmediato, tratando de recuperar la compostura.
-Sí, doctor. Estaba... terminando de atender al paciente.
Jesús los miró a ambos durante un segundo que pareció eterno, luego asintió lentamente antes de salir de la habitación. Clara sintió que apenas podía respirar.
Recogió sus cosas rápidamente, evitando mirar a Mateo, pero cuando llegó a la puerta, no pudo evitar girarse una última vez. Él seguía observándola, con una sonrisa que parecía prometer que este no sería su último encuentro.
Cuando salió al pasillo, el aire fresco golpeó su rostro, pero no logró calmar la tormenta de emociones que la invadía. Aquel primer día de trabajo no había sido como lo había imaginado. Se apoyó contra la pared, llevando una mano a su pecho para calmar el ritmo frenético de su corazón.
-¿Qué demonios me acaba de pasar? -murmuró para sí misma, aun sintiendo la intensidad de los ojos de Mateo.
Sin saberlo, Clara había dado el primer paso hacia un camino lleno de promesas tentadoras y peligrosos secretos. Una parte de ella deseaba retroceder, pero otra, más fuerte, anhelaba descubrir qué venía después.
Dentro de la habitación, Mateo seguía mirando la puerta por donde Clara había salido, como si esperara que ella regresara. Su mente todavía estaba atrapada en aquel instante electrizante: el roce de sus manos, la proximidad de sus cuerpos, la chispa que había encendido, algo inesperado dentro de él. Por un momento, se permitió pensar que esa conexión fugaz podría significar algo más, pero el sonido de la puerta al abrirse nuevamente lo sacó abruptamente de su ensoñación.
Dana entró en silencio, cerrando la puerta detrás de ella con cuidado. Su rostro mostraba una mezcla de ternura y determinación, esa dualidad que siempre había definido su relación con Mateo. Llevaba un vestido sencillo pero elegante, y su cabello caía en ondas naturales sobre sus hombros. Había algo en su mirada, en la forma en que lo observaba, que transmitía preocupación y, al mismo tiempo, la esperanza de compartir algo especial.
-Espero no interrumpir -dijo Dana con una voz tranquila, aunque en el fondo se percibía una leve inquietud. Su tono tenía esa mezcla de suavidad y firmeza que usaba cuando intentaba ocultar lo que realmente sentía.
Mateo levantó la vista hacia ella y le ofreció una sonrisa. Era una de esas sonrisas suyas que parecían desarmar cualquier sospecha, pero esta vez llevaba una sombra apenas perceptible, un rastro de la emoción reciente que no lograba disimular del todo.
-Nunca interrumpes, Dana -respondió él, tratando de que su tono sonara sincero.
Ella avanzó unos pasos hacia la cama, dejando que la calidez de su mirada intentara llenar el espacio entre ellos. Había estado pensando en ese momento todo el día, buscando las palabras adecuadas para hablarle. Desde que Mateo había sido ingresado al hospital, Dana había hecho todo lo posible por estar a su lado, por apoyarlo en cada etapa de su recuperación. Pero, aunque quería creer que él valoraba su presencia, no podía ignorar la sensación de que algo había cambiado.
-Te traje esto -dijo, extendió un pequeño ramo de flores blancas que había comprado de camino al hospital-. Sé que no es mucho, pero pensé que te alegraría un poco.
Mateo aceptó las flores con una leve sonrisa, aunque su mente seguía vagando en las imágenes de Clara. Las palabras de Dana eran un eco distante, como si estuviera hablando desde el otro lado de una pared invisible. Mientras ella acomodaba las flores en la mesita junto a la cama, Mateo se preguntaba cómo había llegado a este punto. Dana estaba frente a él, entregándole su atención y cuidado sin condiciones, y aun así, su corazón latía de forma distinta por alguien que apenas conocía.
Dana se sentó en la silla junto a la cama, apoyando sus manos en el regazo. Su expresión era tranquila, pero por dentro, una pequeña inquietud comenzaba a formarse. Había notado algo en la atmósfera al entrar en la habitación, una sensación indefinible, como si hubiera interrumpido algo que no debía haber visto. Sin embargo, no dijo nada. Quizá solo era su imaginación.
-Te ves mejor que la última vez que vine -comentó, intentando sonar animada-. Eso es un buen signo, ¿no?
Mateo asintió, obligándose a concentrarse en ella. Sabía que Dana merecía más que respuestas automáticas o sonrisas vacías. Ella estaba allí porque creía en ellos, en lo que compartían. Y él, en el fondo, sabía que había construido algo con ella que no quería destruir. Pero al mismo tiempo, se sentía atrapado entre la comodidad de lo conocido y la emoción de lo incierto. Y, sobre todo, sabía que había una verdad que aún no había tenido el valor de confesar: su matrimonio era monótono, aburrido.
Dana, ajena a este secreto, buscaba señales en los ojos de Mateo, deseando que él le diera una razón para confiar, para seguir luchando por lo que tenían. Pero las palabras que él no decía empezaban a llenar el espacio entre ellos de un silencio incómodo, uno que prometía más preguntas que respuestas.