NARRA PATRICK
El sonido suave de la música de fondo se filtra a través del aire enrarecido del club nocturno, mezclándose con risas y conversaciones animadas. La penumbra ofrece un halo de misterio a todo lo que ocurre en este lugar. Mi amigo Luciano Locrost, con una sonrisa pícara dibujada en el rostro, se inclina hacia mí mientras toma un sorbo de su whisky y lanza la pregunta que, de alguna manera, siempre vuelve a surgir entre nosotros.
–¿Cómo haces para jamás enamorarte de ninguna mujer si vives rodeado de tantas? –inquiere Luciano, mi mejor amigo, con una mezcla de curiosidad y asombro.
Deslizo mi mirada por el lugar, donde la seducción y el encanto parecen danzar en cada rincón, pero mi atención pronto se posa en una mujer atractiva que ocupa un espacio destacado en mi regazo.
–No es por presumir amigo, pero mírame –respondo con una sonrisa ladina, dejando que mi tono de voz se deslice con confianza y un toque de arrogancia contenida. –Todo el dinero que tengo lo he conseguido trabajando duro. Y, por supuesto, estos ojos verdes y este cuerpo escultural no hacen daño, ¿verdad, hermosa?–me dirijo a la mujer, buscando la complicidad de su mirada.
Ella asiente con una risa traviesa, acercándose para dejarme un beso suave en la comisura de mis labios. –Claro que sí, bombón –responde con picardía. –No olvides esa estatura que tienes, hermoso, y otras cualidades que no mencionaré – añade con un guiño, desatando risitas cómplices entre nosotras.
Mis labios esbozan una sonrisa complacida, pero mis pensamientos vagan por un instante hacia un lugar de introspección que rara vez comparto. La verdad es que, en medio de esta algarabía y efervescencia, siempre mantengo una muralla infranqueable entre mi corazón y cualquier posibilidad de enamoramiento. Un mosaico de experiencias pasadas se agolpa en mi mente, cada pieza marcada por la lección aprendida de no dejarme llevar por los designios del amor.
–Que ego que tienes, hermano– responde Luciano, dejando entrever su entendimiento entre líneas, una complicidad que ha sido la base de nuestra amistad a lo largo de los años.
Me levanto, haciendo a la mujer que estaba en mi regazo a un lado, y comienzo a caminar hacia la barra para servirme un trago. –Hablando en serio, las mujeres son solo un pasatiempo que disfruto en demasía, pero lo realmente importante es el trabajo y el dinero que genera – comento con una sonrisa juguetona bailando en mis labios mientras mantengo una mirada firme, ocultando así la complejidad de mis emociones tras esa cortina de desenvoltura.
Ordeno más bebidas, queriendo sumergirme en la euforia de esta noche en un boliche renombrado, un santuario efímero donde las responsabilidades y las complicaciones se desvanecen bajo los destellos de luces de neón y la música ensordecedora.
–¿Tanto daño te ha hecho Adeline?– Mi amigo rompe el silencio con una pregunta que me hiere como una daga afilada, mencionando el nombre de Adeline, la misma mujer que ha dejado un rastro de dolor y decepción en mi vida. Es un nombre que, al escucharlo, despierta tormentas internas, agitando los recuerdos y sentimientos que preferiría dejar sepultados en el pasado.
La furia se apodera de mí al evocar su nombre. Un torbellino de emociones me embiste con una intensidad incontrolable. Siento que la ira se concentra en mi puño, que se estrella contra la mesa, rompiendo la paz con un estruendo sordo, el sonido del vaso que se desploma y rueda, un eco de la devastación que Adeline dejó en mi alma.
–No vuelvas a pronunciar su nombre– mi voz retumba en la habitación, llena de dolor y rabia contenida. Las palabras salen como un rugido, una orden feroz que intenta enmascarar el dolor que aún persiste en lo más profundo de mi ser. –Ella no me ha hecho daño– insisto, tratando de convencerme a mí mismo más que a mi amigo. –Me ha enseñado que el amor es un engaño, una ilusión vacía. Solo debo divertirme y no creer en falsas promesas– finalizo, aunque cada palabra parece un eco hueco de lo que alguna vez fue mi esperanza.
Mi amigo asiente con pesar ante mi explosión de emociones, un gesto que refleja su comprensión y su deseo de no profundizar más en el tema. Con un simple movimiento de su mano, gesto mudo pero elocuente, se disculpa y promete no volver a abrir esa herida latente en mi ser. La mirada de compasión y complicidad entre ambos habla más que mil palabras, sellando el compromiso de dejar atrás aquel nombre, aquel dolor, al menos por el momento.
El resto de la noche se desvanece en un torbellino de copas, risas y cuerpos que se mueven al ritmo de la música envolvente. Las carcajadas se entrelazan con el suave murmullo de conversaciones y la música estridente que embriaga mis sentidos.
Bailo con hermosas mujeres, dejándome llevar por la seducción que impregna el ambiente, el halo de deseo y diversión que parece envolverlo todo. Cada paso de baile es un compás, cada risa una nota más en la sinfonía de esta noche irrepetible.
El punto culminante llega en la oscuridad de la madrugada, cuando dos figuras femeninas se convierten en el éxtasis de esta fugaz historia nocturna. La pasión se desborda en un frenesí de piel contra piel, de susurros entrecortados y gemidos que se mezclan en la penumbra de la habitación.
Sin embargo, entre cada caricia y suspiro, un eco sutil de vacío se cuela en mi conciencia. Detrás de la vorágine de sensaciones, persiste una sensación de hueco emocional, un espacio que ninguna cantidad de diversión pasajera puede llenar.
Al amanecer, mientras los destellos de la fiesta se desvanecen y el sol se filtra por las cortinas, me encuentro solo, con un vacío latente que se instala en mi pecho, recordándome la fugacidad y la superficialidad de estas experiencias efímeras. En el fondo, una sensación de anhelo y soledad se hace presente, recordándome la falacia de mis evasiones temporales y la necesidad de algo más significativo en mi vida.