En una pequeña finca rodeada de colinas verdes, Elian, de 10 años, vivía una vida tranquila junto a su familia. Su padre, Laurent, era un hombre de principios, firme en su trabajo como agricultor, mientras su madre, Alina, se encargaba de mantener el hogar lleno de amor. Su hermana menor, Maia, de 6 años, era su compañera inseparable, siempre risueña y curiosa. La finca, aunque humilde, era su refugio, hasta que el destino les arrancó todo.
Esa noche, una tormenta oscureció el cielo, presagio de lo que estaba por venir. Elian se despertó sobresaltado por los golpes en la puerta principal. Su padre salió de la habitación, seguido por Alina, ambos con expresiones de alarma. Elian, curioso y asustado, se asomó al pasillo. Vio a Laurent enfrentarse a un grupo de hombres armados que habían irrumpido en su hogar. Entre ellos, un hombre de cabello gris, impecablemente vestido, se destacaba por su porte autoritario: Jacques Villeneuve.
-Te advertí que no me desafiaras, Laurent -dijo Jacques con una calma glacial-. Estas tierras ahora nos pertenecen.
-Estas tierras han sido de mi familia por generaciones. No pienso cederlas -respondió Laurent, con una firmeza que ocultaba su miedo.
Jacques suspiró, como si la resistencia de Laurent fuera un fastidio menor. Con un gesto de su mano, los hombres se abalanzaron sobre él, inmovilizándolo mientras Alina gritaba en vano. Elian, paralizado, observó cómo los extraños destruían el mundo que conocía. Fue su madre quien lo sacó del trance, empujándolo hacia el pasadizo oculto en la despensa junto con Maia.
-No importa lo que pase, no salgan de aquí -les dijo Alina, con lágrimas en los ojos-. Promételo, Elian.
-Lo prometo -respondió él, abrazando a Maia con fuerza.
La puerta del pasadizo se cerró, y con ella, la última imagen de sus padres vivos. Desde su escondite, Elian escuchó los gritos de su madre, los golpes y, finalmente, el rugido de las llamas que comenzaron a devorar la casa. Maia temblaba entre sus brazos, mientras él intentaba no llorar, consciente de que debía mantenerse fuerte por ella.
Cuando el silencio volvió, Elian empujó la puerta del escondite. Afuera, solo quedaban cenizas. La casa, su hogar, había desaparecido. En medio del desastre, una figura se destacaba: Jacques Villeneuve, de pie junto a sus hombres. Sus ojos fríos se posaron en los niños.
-Nos llevamos a la niña -dijo sin titubear.
-¡No! -gritó Elian, interponiéndose entre Maia y los hombres armados.
El golpe fue rápido y brutal. Uno de los hombres lo empujó al suelo, dejándolo sin aliento. Maia gritó y lloró, pero no pudo hacer nada mientras era llevada al carruaje. Jacques no miró atrás. Solo dejó una frase antes de partir:
-Esto es lo que sucede cuando alguien desafía a los Villeneuve.
Elian quedó solo bajo el cielo nocturno, con el humo de las cenizas llenando sus pulmones. La pérdida y el odio se entrelazaron en su pecho. Cayó de rodillas, con lágrimas ardiendo en su rostro.
-Juro que los haré pagar por esto -susurró-. No importa cuánto tiempo me lleve, no importa lo que tenga que hacer.
Los días siguientes fueron un suplicio. Sin hogar ni familia, Elian deambuló por el bosque cercano, subsistiendo con lo poco que encontraba. El hambre y el frío lo acosaban, pero lo peor era la soledad. Maia, su hermana, había sido arrancada de sus brazos, y la impotencia lo consumía.
Llegó al pueblo más cercano con la esperanza de encontrar ayuda, pero nadie se atrevió a tenderle la mano. Los Villeneuve eran demasiado poderosos, y nadie quería arriesgarse a desafiar su ira. Elian aprendió pronto que estaba solo en el mundo. Si quería sobrevivir, tendría que hacerlo por sus propios medios.
El invierno llegó con una crudeza implacable. Las noches heladas lo encontraron durmiendo bajo puentes o en establos abandonados. En una de esas noches, contrajo una fiebre que lo dejó al borde de la muerte. Sin embargo, algo dentro de él se negó a rendirse. Recordaba el rostro de Jacques Villeneuve, la frialdad en su mirada, y usaba ese recuerdo como combustible para seguir adelante.
Con los años, Elian se volvió más fuerte. Aprendió a robar para alimentarse, a moverse sin ser detectado y a defenderse de otros niños de la calle que intentaban arrebatarle lo poco que tenía. Se ganó la vida haciendo trabajos ocasionales, desde limpiar establos hasta cargar mercancías en el mercado. Cada moneda que conseguía la guardaba, soñando con el día en que pudiera enfrentar a los Villeneuve.
Elian también comenzó a buscar información. Escuchaba rumores sobre los Villeneuve, sobre su fortuna, sus enemigos y sus negocios. Supo que Maia había sido adoptada por la familia y criada como una de ellos. Esa noticia lo llenó de emociones encontradas: alivio porque su hermana estaba viva, pero también rabia porque había sido absorbida por quienes destruyeron su vida.
A los 15 años, Elian dejó los trabajos pequeños y se unió a un grupo de contrabandistas. Aunque al principio era solo un mensajero, su inteligencia y astucia pronto lo destacaron. Aprendió a negociar, a infiltrarse y a luchar. Los contrabandistas se convirtieron en su nueva familia, pero nunca olvidó su verdadero propósito. Cada habilidad que adquiría, cada contacto que hacía, lo acercaba un poco más a su objetivo.
Sin embargo, la vida como contrabandista no estaba exenta de peligros. En una misión para robar mercancías de un tren, Elian fue traicionado por uno de los suyos. La emboscada casi le costó la vida, pero logró escapar, aunque herido. Esa experiencia le enseñó a desconfiar de todos y a depender únicamente de sí mismo.
A los 18 años, Elian era un joven endurecido por la vida. Su rostro, antes lleno de inocencia, ahora reflejaba la dureza de los años vividos. Había construido una red de contactos en el bajo mundo de Eridia y había comenzado a planear su venganza. Sabía que no podía enfrentarse a los Villeneuve directamente; eran demasiado poderosos. Pero estaba dispuesto a jugar el juego largo. Si tenía que destruirlos pieza por pieza, lo haría.
Cada noche, antes de dormir, repetía el juramento que había hecho años atrás. Era un recordatorio de todo lo que había perdido y de lo que aún tenía por ganar. Aunque el futuro era incierto, una cosa era segura: Elian no descansaría hasta ver a los Villeneuve caer.
Bajo las estrellas que iluminaban el cielo de Eridia, Elian caminaba hacia un destino que él mismo estaba forjando. No importaba cuánto tiempo le llevara ni cuántos sacrificios tuviera que hacer. Su vida estaba dedicada a un único propósito: venganza.