En el gran salón de la familia Hernández, Ana Victoria estaba de rodillas frente a su padre, Juan, el hombre que la había vendido como si fuera una simple mercancía. Sus lágrimas caían sin control, pero su padre permanecía imperturbable, su expresión endurecida por la avaricia.
-Padre, por favor, todo menos eso -suplicó Ana Victoria entre sollozos, su voz rota por la desesperación.
Juan Hernández se limitó a negar con la cabeza, su decisión era inamovible.
-Entiende, Ana. No tienes elección, ya todo está decidido. A partir de hoy eres la esposa de Javier Santos. Esto salvará a la familia y compensará todo lo que hemos invertido en ti.
Desde la escalera, Melissa, la hermana menor de Ana Victoria, observaba la escena con una mezcla de burla y satisfacción. Bajó lentamente, cargando una maleta que contenía las pocas pertenencias de su hermana.
-Ana, deberías estar agradecida -dijo Melissa con una sonrisa cínica-. Se dice que Javier es impotente y que apenas puede mover la cabeza. Nunca te tocará, y además tendrás sirvientes a tu disposición todo el tiempo. Es el mejor trato que podrías obtener.
Ana Victoria miró a su hermana con furia, pero se mordió la lengua para no responder. No tenía sentido discutir con ella.
La familia Hernández se encontraba al borde del colapso financiero. Juan había hipotecado todo lo que tenían para mantener un estilo de vida que ya no podían costear. La última notificación del banco antes del embargo final había llegado, y los asesores financieros de Javier Santos ofrecieron una solución: diez millones de dólares al momento del matrimonio y otros cincuenta millones una vez finalizados los trámites. La condición era sencilla: la hija mayor de Juan debía casarse con Javier Santos.
Para Juan, la oferta era una salvación y una oportunidad. No solo se libraría de Ana Victoria, a quien siempre había considerado una carga, sino que además garantizaría un futuro brillante para Melissa, quien podría buscar un esposo adinerado en la alta sociedad.
-Dime, padre -dijo Ana Victoria, mirando a Juan directamente a los ojos-, ¿cuánto de ese dinero será mío? Si me vendes como a un objeto, al menos debería recibir una parte.
La pregunta hizo que Juan se enfureciera. Para él, Ana Victoria no merecía nada. Había sido un "accidente", el resultado de una aventura con una sirvienta. Cuando nació, Anabella, la esposa de Juan, expulsó a la madre de Ana y trató a la niña como una sirvienta más. Desde los doce años, Ana Victoria realizaba los oficios de la casa, y a los quince se ocupaba de cocinar para toda la familia. Mientras tanto, Melissa recibía todos los lujos que el dinero podía comprar.
Sin embargo, esos lujos llevaron a la familia a la ruina. Melissa, ahora con 22 años, no había logrado encontrar a un hombre rico dispuesto a casarse con ella. Pero ahora, con la transacción con Javier Santos, Juan veía una nueva esperanza para su hija favorita.
El timbre de la casa interrumpió los pensamientos de Ana Victoria. Era el chofer de Javier Santos, quien había llegado para llevársela.
-No es educado hacer esperar a los invitados -dijo Juan con severidad. Tomó la maleta de Ana y la empujó hacia la puerta.
Anabella abrió rápidamente, con una sonrisa en el rostro.
-Vengo de parte del señor Javier. Espero que la señorita Hernández esté lista -dijo el chofer, abriendo la puerta trasera de una elegante limusina.
Ana Victoria se quedó inmóvil, su cuerpo paralizado por el miedo. Fue Melissa quien, con un empujón, la obligó a reaccionar.
-Vamos, Ana, no hagas esperar al señor Santos. Demuestra algo de educación, al menos una vez en tu vida.
Con pasos lentos, Ana se acercó al automóvil. Sin embargo, el chofer la detuvo.
-El señor Santos ha indicado que no puede llevar pertenencias personales -dijo, mientras tomaba las maletas de Ana y las arrojaba sin cuidado en un contenedor de basura cercano.
Ana tragó saliva y subió al automóvil en silencio. El chofer cerró la puerta detrás de ella y puso el coche en marcha.
Desde la ventana de la casa, Juan, Anabella y Melissa observaban cómo la limusina se alejaba. En sus rostros había satisfacción y alivio. Para ellos, la partida de Ana Victoria significaba el inicio de una nueva etapa, una libre de preocupaciones financieras.
El auto avanzaba lentamente por un camino rodeado de árboles frondosos que proyectaban sombras amenazantes bajo la luz menguante del atardecer. Ana Victoria miraba por la ventana, su rostro pálido reflejaba una mezcla de incredulidad y desesperación. El silencio dentro de la limusina era ensordecedor, roto únicamente por el zumbido monótono del motor.
Al llegar a un enorme portón negro que se abrió con un chirrido metálico, Ana sintió un nudo en el estómago. Frente a ella se levantaba una imponente mansión de piedra gris, rodeada por jardines perfectamente cuidados que contrastaban con el ambiente frío y desolado del lugar. A pesar de su belleza, todo en esa escena emanaba un aire inquietante, como si el tiempo se hubiera detenido.
El conductor se detuvo frente a la entrada principal y salió del vehículo sin pronunciar palabra. Ana vaciló unos segundos antes de bajar. Cuando lo hizo, un hombre alto y robusto con expresión impenetrable la recibió en la puerta.
-La están esperando -dijo con voz grave, señalando hacia el interior de la mansión.
Ana dio un paso al frente, pero sus piernas temblaron ligeramente. Respiró hondo, intentando reunir el poco valor que le quedaba, y cruzó el umbral. La puerta se cerró detrás de ella con un eco que resonó en el enorme vestíbulo. El sonido seco de las cerraduras girando fue como un recordatorio de que no había escapatoria.
Un mayordomo apareció en la penumbra, su rostro severo y su voz fría.
-El señor Santos está en su estudio. Pero antes, deberá seguirme. Hay ciertas normas que debes aprender antes de verlo.
Ana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Las palabras del mayordomo, aunque educadas, llevaban un peso que la oprimía.
Mientras avanzaba por los pasillos oscuros y silenciosos, sintió cómo el aire se volvía más pesado con cada paso. En ese instante, comprendió que lo que había dejado atrás, por más doloroso que fuese, era apenas un preludio. Aquí comenzaba el verdadero infierno.