El aire reciclado olía a ozono y metal. Ese olor característico de los espacios sellados, donde hasta el silencio se sentía artificial. El reloj marcaba las 02:58. La pantalla de su tablet seguía encendida, proyectando un código incompleto sobre su escritorio. Nada más que una excusa para distraerse, para sentir que aún tenía control.
Pero no lo tenía. No desde hacía semanas. O tal vez nunca.
Bruno dormía a dos módulos de distancia, probablemente ajeno a la decisión que ella había tomado en silencio. Le había prometido que esperaría, que se mantendría dentro del plan. Que no haría movimientos imprudentes. Pero en su interior sabía que eso era mentira. O peor: una traición disfrazada de estrategia.
Pero esta vez, no se trataba de tácticas.
No era una misión.
Era personal.
Lucía se levantó cuando el cronómetro interno marcó el ciclo ideal. Sabía que las cámaras de seguridad del corredor del lado este tenían una micro interrupción de enfoque durante los protocolos de mantenimiento de las 03:40. Un detalle técnico que parecía irrelevante para cualquiera... menos para alguien que llevaba semanas buscando grietas.
Se movió rápido, como lo había entrenado durante años: pasos calculados, rostro neutro, espalda erguida. Ropa funcional, sin marcas. Se recogió el cabello en una trenza alta y metió un microdispositivo en el bolsillo interno de su bota izquierda, justo debajo del tobillo. Todo estaba medido. Todo menos la aceleración irregular de su corazón.
Mientras caminaba, repasó mentalmente la frase que repetiría si era interceptada: "Revisión de protocolos de respaldo, código OR-17, área Omega". Tenía la autorización adecuada. Una que había forjado días atrás con acceso temporal. Lo bastante limpia, como para pasar un escaneo superficial. Lo bastante sucia, como para volverse incriminatoria si alguien miraba de cerca.
El ascensor al Nivel Omega tardó once segundos en activarse. Suficientes para arrepentirse. Suficientes para escapar.
Pero no lo hizo.
La sala de respaldo de datos estaba vacía, como esperaba. Luz baja, paredes de acero anodizado, una consola secundaria encendida en modo espera. La interfaz parpadea en azul pálido. Había algo inquietante en el silencio de esa sala. Como si el sistema entero contuviera la respiración.
Lucía conectó el dispositivo y esperó. El archivo comenzó a transferirse: patrones de acceso manipulados, desvíos de tráfico interno, pruebas circunstanciales de un complot que aún no tenía nombre... pero sí rostro.
El suyo.
El de Bruno.
El de todos los que alguna vez pensaron que podían amar sin pagar el precio.
-Carga en curso: 34% -leyó en la pantalla, en voz baja, casi como un rezo.
Sintió el pulso en los dedos. En la base del cuello. En las sienes.
Respira. Mantén el control.
"Es por nosotros", pensó. Pero al mismo tiempo, supo que eso ya no era cierto.
Lo hacía por ella.
Por la Lucía que dejó de existir el día que aceptó ser parte de un sistema que le prometía estabilidad a cambio de silencio. Por la joven que una vez soñó con marcar una diferencia. Y por la mujer que ahora entendía que sobrevivir no era lo mismo que vivir.
-Sabes que, si haces esto, ya no hay regreso.
La voz no fue un disparo. Fue un estruendo. Como si ya hubiera esperado escucharlo.
Lucía giró lentamente. Lo supo antes de verlo.
Julián Iriarte.
Estaba apoyado en el marco de la puerta, sin armas, sin acusación directa. Solo observándola con esa expresión casi clínica, como si ella fuera un fenómeno a estudiar. Había algo en su postura que no era amenaza, pero tampoco consuelo.
Era advertencia.
-Ya crucé la línea hace mucho -respondió Lucía, con una serenidad que no sentía.
Julián no se movió.
-Pensé que sería él quien lo haría primero.
Lucía no dijo nada.
-No lo culpo. Lo entrenaron para la obediencia. A ti... te entrenaron para resistir -agregó con una sombra de melancolía en la voz-. El error fue pensar que no lo notaremos.
La pantalla detrás de ella parpadeó.
-Transferencia completa. Datos asegurados.
Lucía retiró el dispositivo y lo guardó sin apuro. Miró a Julián con más preguntas que respuestas, pero eligió solo una:
-¿Vas a detenerme?
Él la miró durante un segundo más largo de lo necesario. Luego negó, apenas.
-No hoy.
Silencio.
-¿Por qué?
-Porque alguien me miró así, una vez -dijo, con una voz que tembló, casi imperceptible-. Y no pude hacer nada por ella.
Lucía no preguntó quién. No hacía falta.
Lo supo en sus ojos. En ese cansancio antiguo que no se cura durmiendo.
Cuando Julián se fue, la sala pareció volverse más grande. Más vacía. Lucía se quedó ahí unos segundos más, procesando lo que acababa de hacer. No se sentía heroica. Ni liberada. Se sentía... real. Por primera vez en años.
Ya no era parte de la maquinaria.
Ya no estaba obedeciendo.
Había tomado una decisión. Consciente. Solitaria. Irreversible.
Y con eso, había sellado su destino.
No lo entiendo. No del todo.
No sé si vino a salvarme o a advertirme. Si me dejó ir por compasión, por estrategia... o porque en algún rincón aún le queda una chispa que recuerda lo que se siente estar del otro lado del miedo.
Vi algo en sus ojos. Algo roto. Algo que no se recompone con tiempo ni con lógica. Lo vi temblar por dentro. Fue solo un instante, apenas un latido, pero estaba ahí. Y me pregunto si en otra vida, en otro momento, Julián Iriarte habría sido alguien en quien confiar.
Quizás por eso me dejó pasar. Porque en mí vio a la mujer que él no pudo proteger.
Porque creyó que yo sí podría escapar.
¿Pero escapar de qué? ¿De NCA? ¿De este sistema infectado de lealtades falsas? ¿De Bruno? ¿De mí misma?
No estoy segura de nada.
Solo sé que crucé la línea. Y ahora lo sé con una certeza brutal: no hay regreso. Ni para mí, ni para él, ni para nosotros -si es que ese "nosotros" todavía existe.
Y sin embargo... cuando me miró, por un instante, no me sentí sola.
Me sentí vista.
No como una amenaza.
No como una ficha más.
Sino como alguien que eligió pelear.
Y eso, en este lugar, es lo más peligroso que se puede ser.
Camino al ascensor, pasó junto a un espejo de seguridad. Se detuvo un instante. Se miró.
No reconoció a la mujer que le devolvía la mirada.
Pero sí la respetó.