La luz del sol tenía un brillo inusual que destacaba los reflejos de su larga cabellera. Vestía una elegante bata de seda, aunque no había dormido bien, ya estaba maquillada y peinada, lista para cambiarse de ropa y salir hacia el aeropuerto. Estaba revisando por cuarta vez el equipaje de su esposo cuando su madre entró a la habitación.
-Yo te hacía dormida, tu vuelo es en la tarde mi amor, ¿por qué no descansas un poco más? Ustedes dos necesitan despejarse, y además, tu padre y yo estaremos más tranquilos.
La mirada de Lisana se dirigió hacia el techo dejando ver lo blanco de sus ojos.
-Oye, mamá, ¿no ves que estoy ocupada? Quiero llevar las prendas indicadas, sobre todo quiero que a mi marido no le falte nada. Necesito que se sienta cómodo en nuestro nuevo hogar, todo tiene que ser perfecto.
-Si mi amor, te entiendo. Voy a pedir que te preparen un té para que puedas estar calmada-, la señora Ana sabía que si la contradecía no lograría nada, así que procuró ser paciente.
Con un gesto de su mano y arrugando los labios, se negó.
-Mira, ¿qué opinas? La verdad es que no sé si llevar este vestido -dice, mientras señala el vestido gris colgado cerca del espejo-. Pero, viéndolo bien, combina con el traje que he empacado para él. ¡Qué maravilla cuando estemos lejos de todo esto, lejos de esta pesadilla!
Su madre la observaba frunciendo el ceño, a sabiendas de que no estaba tan tranquila como le hacía creer. Su hija no podía engañarla bajo esa apariencia de normalidad.
-A ti todo lo que te pongas te luce, eres tan hermosa. Cuando te vi por primera vez supe que serías una verdadera princesa, la niña de mis ojos.
El teléfono sonaba sin parar y Lisana pudo presentir de quien se trataba. Su mandíbula se tensó y sus ojos miraron el aparato mientras deseaba que parara de aturdir.
Las ideas se cruzaban en su cabeza. Minutos antes, Mateo había salido al velorio del abuelo de Dana, lo que la puso de mal humor y muy nerviosa. Le advirtió que sería el último encuentro que tendría con esa mujer y ahora esto, aquella inoportuna llamada. Lo que planeaba era llevarlo lejos, aprovechando que Dana había anunciado que se casaría con Adán.
-Mira, ¿es que no piensas atender el teléfono?, ¿puedo responder? -dijo Ana.
Lisana suelta con brusquedad la ropa que tiene en sus manos y responde la llamada.
-Aló -dijo a secas.
-Soy yo, quiero que vengas en este momento.
Sus ojos se abrieron aún más al escuchar aquella voz. Algo se estremeció dentro de ella al confirmar que era Lucas.
-No, no voy a ir, no vas a verme más nunca -gritó, mientras le temblaban las manos.
-¿Qué estás diciendo? No sabes lo que dices. Tú necesitas un cariño mío, así se te quitan esos nervios que tienes.
Pensaba tan rápido que se quedó muda, no quería que ese hombre dañara sus planes y menos que sospechara que se iba a otro país para siempre.
El tono de él era suave y melodioso, seguro de cada una de las palabras que pronunciaba.
La madre de Lisana tomó el teléfono, mientras caminaba por la habitación visiblemente consternada.
-Oiga, habla la madre de Lisana, por favor deje tranquila a mi hija. No vuelva a llamar -dijo, bastante alterada.
-Señora, más le vale que no se inmiscuya en nuestros asuntos. Su hija y yo aún tenemos mucho por hablar. Nuestra historia debe continuar.
-No la moleste más, déjela tranquila, no voy a permitir que acabe con ella -alcanzó a decir mientras su voz se entrecortaba.
La señora estaba dispuesta a defender a su hija de aquel hombre.
-Dígale que la estoy esperando, que en media hora tiene que estar aquí en mi casa.
-No irá. Ya le dijo que no iría. No insista, se lo prohíbo.
-Vendrá, señora, porque Lisana sabe de lo que soy capaz, si no me obedece; si no pregúntale, ella se lo confirmará. Ese secreto que ella ha estado ocultando se va a saber, no tengo por qué callarme.
-No, usted no puede amenazarla, ella no está sola.
-¿Qué no puedo? -dice, entre una risa sarcástica tan insoportable que provoca náuseas en la señora-. Claro que puedo, doña. A mí no me importa que se sepa, es más, me resultaría muy divertido decirle la verdad en su cara a Mateo.
El caso es que Lisana quería alejarse de todo, en especial de la influencia que ejercía Lucas sobre ella, solo deseaba ser feliz con su esposo en un país lejano.
Ana se deja caer sobre la cama y suelta el teléfono, su rostro está pálido y la atención de su hija se centra en su bienestar.
-¿Te sientes bien?, ¡Mamá!, responde.
El rostro de Lucas resplandecía al escuchar el malestar que causaba en ellas y disfrutaba imaginando lo que estaba ocurriendo en aquella habitación.
Lisana tomó el teléfono y lo aventó contra la pared mientras gritó:
-¡Basta! ¡Fuera de mi vida!, ¡te odio!
Las lágrimas corrieron por sus mejillas y las retiró con brusquedad usando ambas manos.
-Voy a tener que ir, de otro modo puede aparecerse aquí y será peor. No voy a asumir el riesgo.
-No te arriesgues faltando tan poco, piensa, hija, piensa.
-Yo sé cómo manejarlo, no me tomará mucho tiempo. Quédate pendiente de todo, ya regreso.
Batiendo su pelo frente al espejo, se vistió con un enterizo del tono de su piel y se colocó los accesorios que reposaban en el cajón de su cómoda.
-¿Qué digo si tu marido pregunta dónde estás?
-Nada, no digas nada. La casa de Lucas está a pocas cuadras, voy y vengo rápido. Debe estar despertando de una noche de excesos, que sé yo. Estoy acostumbrada a entrar y salir ilesa de su turbulento mundo; deja que lo resuelva.
Con movimientos bruscos terminó de arreglarse, tomó el bolso y las llaves de su auto saliendo de la habitación.
Mientras atravesaba el pasillo para bajar a la planta baja, las palabras de su madre hacían eco en su cabeza. Lucas se negaba a salir de su vida, se había convertido en un obstáculo que se interponía en su camino a la felicidad. Sus padres se lo advirtieron desde que lo trajo a casa por primera vez y ahora cargaba con el peso de una decisión errada. Sin embargo, no podía dejar de admitir que sin su ayuda ella no sería en la actualidad la esposa de Mateo.
La complicidad de ambos traspasó los límites en su juventud, y en un inicio se ocupaban de travesuras menores. La adrenalina se apoderó de sus cuerpos y cada vez querían más. Las quejas de los vecinos alertaron de sus locuras, sin remedio. Sus irresponsables acciones escalaron hasta el punto de cometer un delito que los ataría, un secreto que juraron llevarse con ellos a la tumba y del que se jactaban cuando estaban a solas.