Mi día a día era rutinario. Cuando era pequeña, iba a la escuela caminando por las aceras, lo cual disfrutaba mientras corría y brincaba en uno que otro charco. Al llegar, saludaba a todo el mundo con una sonrisa, impaciente por entrar a clases, y me despedía de mi mamá con un beso en la mejilla.
Pero ahora debía levantarme al menos tres horas antes de la hora de entrada a mi trabajo, el cual no elegí por gusto o pasión, sino porque mi familia consideraba que era el más adecuado dada la situación económica de la que provenía.
Jamás fuimos pobres del todo, pero ricos tampoco. Nuestra situación era, digamos, estable.
Sin embargo, cuando notaron en mí una oportunidad de mejorar esa situación, no lo dudaron ni un instante, forzándome a estudiar y a trabajar en algo que me hace sentir miserable cada día de mi existencia.
Jamás me rehusé a nada, pues al ver lo felices que eran, me sometía a cualquier orden y deseo que me daban. Nunca pensé en mí.
Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás; no podía hacer nada para cambiar mi vida actual.
Ni siquiera había logrado la independencia que esperaba tener a mi edad. No había podido dejar de vivir en la casa de mis padres. No había podido hacerlo ya que apoyaba la economía de mi familia casi al cien por ciento.
Mi salario, el cual no era muy alto, pero tampoco muy bajo, se dirigía a los gastos de la casa, servicios básicos, comida, medicinas, etc. Mientras que apenas lograba resguardar una pequeña cantidad destinada a mi traslado de casa al trabajo y del trabajo a la casa.
Me sentía abrumada, las obligaciones económicas rondaban mi cabeza todo el tiempo, las órdenes y quejas constantes de mis padres se repetían una y otra vez dentro de mí. Me angustiaba no poder conseguir suficiente dinero para cubrir los gastos.
Cada vez me sentía más incómoda en mi trabajo, me aburría tener que hacer lo mismo todos los días, llevaba a cabo mis labores casi en modo automático, ya no hacía las cosas conscientemente, sino que las hacía y ya.
"Parecía que mi vida estaba condenada a estar plagada de miseria, sufrimiento y frustración por completo."
"Quizás todo hubiera terminado así, de no ser por aquellos hechos sobre naturales que acontecieron una mañana que parecía solo una más, una mañana común y corriente como todas las demás.
Aquel día tenía muchas cosas que hacer en mi trabajo. Debía entregar reportes de cada área del último mes, sacar copias para la junta ejecutiva de la empresa. No había modo ni manera de que algo lograra mejorar mi día.
Así mismo, me levanté con serenidad, me dirigí al baño y, mirándome al espejo, me quejé de mí y de mi vida como cada día.
-Dios, ya no puedo. Cada día espero que sea mejor y solo se vuelve peor."
De repente, ocurrió lo que menos esperaba. Mientras me veía en el espejo y lavaba mi rostro, noté que mi reflejo lucía exactamente como yo, pero no seguía mis movimientos.
El reflejo parecía tener vida propia. Se movía de forma independiente y, aparentemente, tenía control sobre sí mismo.
-Claro, cada día esperas lo mismo; sin embargo, nunca haces nada diferente.
Aquello me dejó helada. No podía creer lo que veía. Mi reflejo me estaba respondiendo. No podía moverme; lo intentaba, pero mi cuerpo no reaccionaba. Mi piel se erizó, como si me hubiera dado un aire helado.
-¿Qué pasa, Valentina? ¿No me reconoces? Soy tú, pero mejorada.
Aquella respuesta me tensó los nervios y me permitió salir del trance en el que me encontraba.
¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Aquella joven me miró extrañada, como si me estuviera analizando de pies a cabeza.
¿Es en serio? Vale, llevo aquí desde el día en que te pusiste frente al espejo. He escuchado cada queja, cada sueño y deseo que has dicho frente al espejo.
Entonces, estaría frente a la persona o ser que más me conocía en la vida. Eso podría ser algo muy bueno. Aunque, de todas maneras, algo no me cuadraba por parte de aquel ente.
Si en verdad conocía y sabía todas las cosas que he dicho frente al espejo desde hace tiempo, entonces sabría cuáles eran mis mayores sueños y también mis peores miedos. Todo lo que me daba felicidad, así como mis más grandes defectos.
Verme al espejo y hablarme bonito no era una de mis fortalezas, sino todo lo contrario.
Siempre que me miraba al espejo, me destruía. Mental y psicológicamente. Pero lo peor era que se suponía que lo hacía para que nadie me escuchara, y resultaba que sí había alguien que lo hacía.
Me daba terror saber que eso fuera posible, pero se hacía tarde y no podía arriesgarme a llegar tarde.
Por eso, me apresuré a prepararme lo más rápido posible. Salí del baño y me puse a hacer todo lo necesario antes de salir.
Mientras caminaba por la calle esperando a que pasara un taxi, no dejaba de pensar en lo ocurrido en el baño.
¿Habrá sido real o solo era mi imaginación jugándome una mala pasada?
Por ahora, no podía saberlo ni averiguarlo.
Se suponía que debía centrarme en hacer bien mi trabajo y no llegar tarde; de lo contrario, mi jefe descontaría el tiempo de mi sueldo, que de por sí ya era limitado.
Estaba harta de esta situación. Caminé a toda prisa una vez que el taxi me dejó a unos metros de la empresa, tratando de llegar a tiempo. Apenas faltaban unos minutos para la hora de entrada marcada.
-Buenos días, señorita Valentina. Llega justo a tiempo.
Mi jefe ya estaba esperándome frente a mi lugar de trabajo.
-Así es, señor. ¿Necesita algo?
Me miró de arriba abajo, como si me escaneara, y con una expresión de superioridad me respondió:
-Solo quería asegurarme de que llegara a tiempo.
Por supuesto, si había alguien que aumentaba mi desagrado por mi empleo, era mi jefe: un hombre con el orgullo por las nubes, un sentido de superioridad extremo y una imagen casi perfectamente alineada, aunque egocéntrica. Ordenaba demasiado y hacía poco; sus relaciones personales parecían ser más importantes que cumplir con su trabajo. Además, se volvía insoportable cuando no lograba lo que quería con la chica o mujer en la que había puesto los ojos. Me parecía desproporcionado lo que trabajaba a lo que ganaba e injusto para los que si trabajábamos realmente .
"