Mabel se levantó como cualquier día, pero la cotidianidad de su vida consistía en el mal hábito de despertarse tarde en la mañana, en consecuencia, siempre se ganaba el regaño de algún profesor.
El motivo de quedarse dormida más de lo debido era por estar despierta hasta tarde mientras repasaba algunos temas conflictivos de la física, antes ocurría lo mismo, solo que la razón de mantenerse en vilo era masoquismo suyo, puesto que se le iba el tiempo en tonterías.
Lo malo es que haciendo lo correcto o no, no le atinaba a abrir los ojos cuando su alarma sonaba, el gran problema es que sí sonó, pero le dio igual.
-¡¿Qué?! -exclamó estremecida por la hora que su reloj de mesa marcaba.
Era súper tardísimo, sabía que no era su día, ya tenía el presentimiento de que sería el peor de todos. Encima la primera clase era con el nuevo profesor. ¡Madre mía! Con suerte llegaría a mitad de la primera clase, y con un poco más de suerte este le permitiría entrar. Le pidió al cielo que el nuevo viejo no fuera tan hostil y estricto como Price.
Se dio una ducha con premura exigente, jabón por aquí, jabón por allá, dejó que la cascada de agua se lo llevara y salió tomando su albornoz blanco. Próxima parada: cepillarse los dientes y aprovechar de peinarse frente al espejo que acompañaba su lavabo.
-Parezco un zombie-musitó inflando las mejillas y dejando salir luego el aire en un resoplido.
Mabel se apresuró a tomar el uniforme de su armario, sí, la ropa que su madre se encargaba de mandar a confeccionar con una amiga de la familia, porque ella ni siquiera hacía el amago de tomar una aguja, su única especialidad era malgastar la fortuna de su marido. El pobre Nolan estaba tan cegado que ni reparaba cuando Giselle despilfarraba algunos miles en famosas y conocidas boutiques de la ciudad; no importa si esto le parecía a simple vista a su bolsillo una insignificante suma de dinero.
La joven consideraba esto una inversión absurda, porque en un par de días las compras eran olvidadas por una Giselle que adquiría cosas sin parar y ya luego ni volteaba a mirarlas. Era una compradora compulsiva, más allá de su adicción a lo superficial; no se daba cuenta de ello.
Estaría bien que una niña de los años veinte usara algo como eso, pero en pleno siglo veintiuno debía de ser un chiste. De hecho la convertía en el hazme reír de muchos, o esa "rarita" como le decían algunos compañeros en Bradford. Y aunque fingía no importarle, dentro de sí ese tipo de palabras le inyectaba una nueva dosis de inseguridad.
Una vez dentro de la ridícula falda y con la camisa horrible, todo le sentaba fatal, la tela gris de la falda y la camisa blanca era demasiada seriedad, se estudió. Verse en el espejo, aún sabiendo que iba contra el reloj, la puso furiosa. No ayudaba tener una tez tan pálida, la salpicadura de pecas sobre sus mejillas y ojos enormes de un ámbar extraño... Ni hablar de su liso cabello negro corto sobre los hombros, daba la impresión de haber salido de una película de terror.
De verdad que era odiada por su madre, esta tenía toda la culpa de su aspecto sombrío y patético. ¿Alguna razón? La joven sabía que el motivo por el que su progenitora le impusiera lo que debía usar era una forma de apagarla. Podía darse cuenta, cuando la miraba directo a sus ojos, cada vez que Giselle ponía sus orbes oscuros en ella, era posible dilucidar el venenoso brillo de la envidia; en la cabeza de Mabel, la mujer se convertía en la mala de Blanca Nieves, incluso se asemejaba a la madrastra de Cenicienta.
Ponía en duda la existencia de cariño en su alma, hasta se atrevía a decir que su madre no la quería ni un poco. Su trato, su manera de verla, de darle órdenes o dictar tontas y exageradas normas, todo ello le confirmaba una falta importante de ternura.
Tomó la mochila, ¿qué más daba? Su día a día era la misma mierda y tristemente se había acostumbrado a ello. Disparada dejó la habitación logrando bajar las escaleras con una rapidez increíble, antes habría caído rodando sobre los peldaños, ya era una veterana en andar a la velocidad de la luz. Por mucho que avanzara llena de prisa, nada impediría la riña del lunes, primer día de clases luego de un verano exhausto.
Gruñó.
Aunque su padrastro tuviera todos los millones del mundo, no se había preocupado en ponerle un chófer, mucho menos un auto le había dado. En el fondo sabía que su madre tenía la culpa. Sabría Dios cuántas falacias le habría dicho sobre ella al ruso. Aún así, Nolan no era ese malvado padrastro, en comparación con su madre con la que hasta compartía la misma sangre, él era un poquito más permisivo y comprensivo. Lamentablemente el europeo también era una marioneta y le permitía a su esposa tirar de todas sus cuerdas, enredándose en las garras de la manipulación.
Fuera de la propiedad corrió lo que sus piernas le permitieron, destacable que nada aún estaba en su estómago, pero pudo alcanzar el bus que pasaba, subió y de inmediato tuvo todas las miradas clavándose como filosas cuchillas en ella. La excesiva atención estaba ligada a su espantoso uniforme, ya se lo temía. Ignorando al montón de desconocidos sacó el iPad y se puso los audífonos. Todavía faltaba un poco para llegar a su destino.
Al avistar la imponente fachada de la secundaria Bradford sintió como los nervios la apresaban. El nudo en el estómago nunca fue así de gigantesco, tampoco la ansiedad que cada segundo rozaba los límites.
-¡Me quedo aquí! -exclamó al conductor.
Lejos de las miradas que la señalaban sin decir una palabra como un "bicho raro", y es que nunca se había considerado bonita, se encaminó hacia su salón de clases. En el fondo la tentación por saltarse esa clase se hizo fuerte, pero... ¿valía la pena ganarse una inasistencia? Suficiente con la tardanza.
Guardó el iPad y continuó con dirección al salón de clases.
Urgida caminó a través del largo pasillo, la extensión que solía estar inundada por estudiantes en pleno parloteo, se visualizaba exenta de chicos, en otra circunstancia cuando llegaba en pleno revuelo, se le hacía difícil conseguir meterse entre la multitud y evitar los codazos o golpes. Respiró al llegar. Tocó dos veces, desde allí, sin atreverse a asomar la cabeza por el espacio de la puerta que se consideraba una pequeña ventana, escuchó esa profunda voz varonil que le erizó la piel, aumentó el nerviosismo y le dio terror. Impaciente, porque ya había tocado como hace un minuto sin recibir respuesta, entonces empujó la puerta del salón de clase, pero frenó en seco. Sus compañeros no estaban solos, como ya sabía, delante de ellos un fornido y alto hombre dirigía la clase parado cerca de la pizarra.