Mi vida como arquitecto parecía estable, aunque un tanto gris, y mi matrimonio de siete años con Isabella se sentía, a veces, como una hermosa jaula de oro.
Un martes cualquiera, en la reunión de la mañana, la bomba explotó: "Bodegas Montenegro ha adquirido el estudio".
Para todos era una oportunidad, pero para mí, era el inicio de una pesadilla andante.
Entró ella, Isabella, mi exesposa, la dueña, la mujer que había destrozado mi mundo hace dos años con su infidelidad pública.
Su figura, vestida con un traje carísimo, rebosaba poder; su mirada fría se posó en mí, y una diminuta sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios rojos.
Con aquella voz que recordaba, melodiosa pero con un filo de acero, anunció: "Buenos días. Soy Isabella Montenegro, su nueva jefa".
Esa misma noche, mientras mis compañeros aliviados celebraban una fiesta de confraternización, ella me detuvo en seco: "Tú no vas a ninguna parte".
Me obligó a trabajar hasta tarde, asegurándose de que nadie, salvo ella, pudiera acercarse, con un sutil tono posesivo: "Nosotros ya nos conocemos muy bien, ¿no crees?".
Mis compañeros palmeaban mi espalda, envidiando mi "trato preferencial", sin entender que yo solo veía a la misma mujer que me había humillado, ahora con el poder de hacerlo de nuevo en mi propio lugar de trabajo.
El olor de su perfume caro en la oficina vacía me asfixiaba, reviviendo el amargo recuerdo de nuestro último aniversario, cuando la vi en todas las portadas de revistas, riendo con otro hombre bajo fuegos artificiales.
Yo, mientras tanto, permanecía en la finca cuidando a su abuela enferma, una escena de vergüenza y traición que jamás superaría.
¿Cómo podía esta mujer, después de destrozarme, aparecer de nuevo y atarme a su antojo, ignorando mi dolor?
Pero esta vez, su arrogancia y su sonrisa triunfal no me doblegarían.
Armado con un deseo inquebrantable de libertad y las llaves de un apartamento en Madrid que la lúcida abuela Elena me había regalado, decidí que ya no sería su víctima.
Había llegado el momento del divorcio.
Y esta vez, sería a mi manera, sin importar el caos que tuviera que desatar para recuperar mi vida.