Renací en mi último año de instituto, lista para el examen que definiría mi futuro.
En mi vida pasada, ese día abrió las puertas a una vida feliz con Mateo y Hugo, mis amores.
Esperaba repetir ese destino junto a ellos, mis compañeros inseparables.
Pero el universo tenía otros planes.
Los vi entrar en la secretaría, dos figuras brillantes, y anunciaron su decisión: repetirían curso.
No era por superación, sino por Carla, una excompañera que había suspendido y a quien creían que debían "salvar".
El nombre de Carla resonó como una campana fúnebre; ella, una sombra en mi existencia anterior, ahora era el centro de su universo.
Me miraron con una fría determinación, como un obstáculo para su noble y equivocada "misión".
En la fiesta de graduación, los susurros de mi dolor me perseguían mientras ellos la atendían con la devoción que una vez fue mía.
Sus firmas en mi anuario no fueron recuerdos, sino sentencias crueles, acusándome de egoísmo por no "entender".
Lancé ese anuario a la basura, cada palabra hiriente grabada en mi alma.
Comprendí, con una amargura helada, que no había sido especial, sino solo la primera en recibir una lealtad impulsada por una culpa fantasma.
Estaba agotada de sus juegos, de su ceguera ante la manipulación de Carla y de su ridícula misión de salvadores.
¿Cómo podían estar tan ciegos, tan dispuestos a sacrificarlo todo por una farsa?
Cuando vinieron a mi casa, acusándome de un engaño de Carla y burlándose de mi billete de avión, la decisión fue inquebrantable.
No rogaría, no me arrastraría, no sería la segunda opción de nadie.
Con el billete a Mendoza en mi mano y sus palabras vacías de fondo, recogí mi futuro del suelo.
Dejé atrás mi vida pasada, cerrando esa puerta para siempre.
Mi nueva vida, lejos de ellos, acababa de empezar.