Durante siete años, fui la sombra detrás del éxito de Paulina, pintando los cuadros que mi esposo, Rodrigo, vendía bajo su nombre.
Creí que era un sacrificio por amor, hasta que vi el grabado oculto en su anillo de bodas: "P & R".
La traición me golpeó de lleno en la gala de premiación.
Paulina no solo se llevó el crédito de mi obra maestra, sino que tocó, con la flauta de plata que yo deseaba, la melodía secreta que compuse para Rodrigo en nuestra intimidad.
Al confrontarlos, Rodrigo me empujó frente a todos, protegiendo a su amante y a su supuesto hijo no nato.
Por teléfono, Paulina se burló con crueldad:
"Él nunca te amó, Alma. Solo eres la herramienta para mantener mi fama".
Comprendí que mi matrimonio era una estafa y mi vida, una mentira diseñada para engrandecer a otra.
Pero no les daría el gusto de verme derrotada ni un segundo más.
Dejé los papeles del divorcio firmados sobre la cama y subí al primer vuelo con destino a Oaxaca.
Horas después, cuando le informaron a Rodrigo que mi avión se había estrellado sin dejar sobrevivientes, se dio cuenta de que mi "regalo sorpresa" de aniversario era dejarlo con la culpa para siempre.
Capítulo 1
ALMA POV:
Compré el boleto de avión para un solo destino, sabiendo que no habría regreso. Era la única salida que me quedaba. La pantalla de mi teléfono brillaba con la confirmación de la reserva: un vuelo que me llevaría lejos, a un lugar donde nadie me conociera, donde Alma Miró podría, por fin, dejar de existir.
Faltaban veinticuatro horas.
El reloj en la pantalla de mi portátil marcaba las horas con una crueldad silenciosa. Veinticuatro horas para desaparecer, para borrarme de una vida que nunca fue mía, aunque me engañé creyendo lo contrario. Sería un borrón y cuenta nueva, una desaparición permanente.
Una voz me sacó de mis pensamientos, una voz que antes me parecía dulce, ahora sonaba como el eco hueco de una traición.
"Alma, ¿estás bien, mi amor?"
La puerta del estudio se abrió y Rodrigo entró. Su figura alta y elegante llenó el umbral, su sonrisa fácil, la misma que me había cautivado siete años atrás, ahora se sentía como una máscara. Mis entrañas se revolvían. Antes, su voz era una melodía que calmaba mi alma. Hoy, era un ruido irritante que me recordaba la mentira en la que vivía.
Me giré, asegurándome de que el brillo de la pantalla de mi teléfono no delatara mi secreto.
"Sí, solo estoy terminando un diseño" , le dije, mi voz sonando más tranquila de lo que me sentía. El sabor amargo de la mentira llenaba mi boca, una mentira que él, más que nadie, me había enseñado a vivir.
"¿Un diseño? ¿A estas horas?" Su ceño se frunció ligeramente, una preocupación superficial que no llegaba a sus ojos. Siempre le gustaba saber en qué ocupaba mi tiempo, en qué pensaba. Una vez, lo tomé por interés. Ahora, lo sabía, era control.
Un nudo de angustia se apretó en mi pecho, tan fuerte que apenas podía respirar. Mis ojos ardían, pero me negué a dejar caer una sola lágrima. No delante de él. Él no se merecía ver mi dolor.
"Sí, solo un pequeño detalle. Me tenía absorta" , respondí, mi voz como terciopelo, suave y sin fisuras. Deslicé el teléfono bajo algunos papeles sobre el escritorio. Que no viera nada. Que no sospechara.
Me miró con esa familiar expresión de cariño, o lo que él quería que yo creyera que era cariño. "¿Has cenado algo? Estaba pensando en pedir algo del restaurante italiano que te gusta. ¿Qué te apetece, pasta o una pizza fina?"
Su preocupación por mi alimentación, por mi bienestar, por cada pequeño capricho mío, había sido una constante en los siete años que llevábamos juntos, cinco de ellos como marido y mujer. Me había convencido de que era el amor más puro, el más desinteresado. Su meticulosa atención a mis gustos, a mis rutinas, a mis antojos, me había hecho sentir única, amada, insustituible.
"Lo que quieras, Rodrigo" , le dije, forzando una sonrisa. "Sabes que todo lo que tú eliges me gusta."
Era la verdad, de algún modo. Sus elecciones siempre habían sido perfectas, porque él se había tomado el tiempo de aprender cada uno de mis gustos, de mis pequeñas predilecciones. Era el esposo ideal, el hombre que todos admiraban, el dueño de una de las galerías de arte más prestigiosas de la ciudad. Siempre impecable, siempre atento, siempre controlando cada detalle de mi existencia. La gente decía que era un santo, por lo paciente y dedicado que era conmigo, la artista "peculiar" .
Yo le había creído. Me había entregado a él con la ingenuidad de un cordero al matadero. Creía que era mi salvador, mi refugio, el hombre que me amaba por encima de todo. Le había agradecido a cada estrella del cielo por haberme puesto en su camino.
Hasta hace tres días.
Hasta que mi vida se desmoronó por completo, revelando la cruel verdad que se escondía detrás de esos ojos que prometían amor eterno. Rodrigo Malo, mi marido, el hombre que juró amarme y protegerme, nunca me había amado. Me había utilizado. Me había convertido en la sombra de otra persona. Y esa otra persona era Paulina Bartolomé, la mujer a la que él realmente amaba.
El anillo de boda que llevaba en el dedo, que juré que era un símbolo de nuestro amor, en realidad era un monumento a su obsesión por ella.
Y yo, la tonta, solo fui el puente. La herramienta. La pintura que adornaba una vida que no era la mía.
"¿Qué te parece si pido la pasta con trufas que tanto te gusta? Estás un poco pálida últimamente, necesitas vitaminas." Rodrigo se acercó, su mano suavemente acarició mi mejilla. El contacto no me produjo la calidez de antes, sino un escalofrío que me recorrió la espalda. Era el tacto de un manipulador, no de un amante.
No había espacio para nosotros en su corazón, nunca lo hubo. Su matrimonio conmigo era un contrato, una puesta en escena para proteger la reputación de Paulina, para elevarla a un pedestal que no merecía, para asegurarse de que nadie descubriera que ella no era, ni de cerca, la talentosa artista que todos creían. Yo era la pintora fantasma, la que creaba las obras maestras que luego ella firmaba.
Y él, mi esposo, era el arquitecto de esa farsa.
Mi estómago se revolvió con la bilis del desprecio.
No había nada que él pudiera pedir para mí ahora. Nada que pudiera hacerme sentir mejor. Había cruzado una línea que no podía ser borrada.
Todo se había terminado.