/0/16655/coverbig.jpg?v=d390784c8b7aed40cba69ace7aa2abab)
La mañana siguiente llegó con un sol tímido que colaba sus primeros rayos a través de las cortinas. En la cocina, Verónica preparaba el desayuno con movimientos metódicos, como si quisiera aferrarse a la rutina para no sucumbir a la incertidumbre que le pesaba en el pecho. Había algo distinto en el ambiente, una tensión invisible que ella no podía ignorar.
Desde hacía días, la relación entre Julián y Camila parecía haberse transformado. No podía precisar cuándo exactamente comenzó esa corriente eléctrica, pero ahora cada mirada, cada roce accidental, parecía tener un peso que antes no existía.
Verónica tomó un sorbo de café y sus ojos se posaron en la mesa donde Julián aún hojeaba unos papeles. Aquel hombre que llevaba tres años con ella, con quien había construido una vida llena de complicidad, parecía estar dividido. Y ella lo sentía con una claridad que no sabía cómo enfrentar.
Mientras servía jugo en los vasos, Verónica recordó la conversación de la noche anterior, cuando le confesó a Julián que Camila andaba rara, más callada y diferente. Ahora, sin embargo, la observación se volvía un susurro constante en su mente.
-¿Será que realmente algo está pasando? -pensó, con una mezcla de miedo y esperanza de estar equivocada.
Se preguntó si Camila se estaba comportando así por la incomodidad de haberlos sorprendido aquella vez, o si había algo más oscuro que se tejía entre ellos. No pudo evitar notar que la manera en que Camila se vestía últimamente era distinta, más atrevida, más calculada.
Verónica tomó su teléfono y dudó antes de marcarle a Julián. Finalmente decidió no hacerlo. No quería parecer paranoica, ni echar leña al fuego, pero la preocupación la quemaba por dentro.
En su mente, repasaba cada gesto, cada palabra entre ellos dos, tratando de encontrar señales que le confirmaran o le negaran lo que su intuición ya le decía.
Sintió una punzada cuando recordó que Julián no le había contado nada de lo que Camila le había dicho, ni de la tensión que se sentía en la casa. Esa falta de transparencia, por pequeña que fuera, la hizo sentir desplazada.
Cuando Julián finalmente apareció en la cocina, Verónica intentó fingir una sonrisa, aunque sus ojos la delataban.
-Buenos días -saludó con voz suave.
Él la miró, y por un momento el mundo pareció detenerse. Sabía que ella notaba algo, esa especie de muro invisible que ahora los separaba.
-¿Cómo dormiste? -preguntó él, intentando sonar casual.
-Bien -respondió ella-. Aunque siento que algo está cambiando, Julián. No sé qué es, pero lo siento.
Él dejó los papeles a un lado y se acercó para tomar su mano.
-No quiero que nada cambie entre nosotros -dijo con sinceridad-. Pero no sé cómo manejar lo que está pasando con Camila.
Verónica lo apretó un poco, como buscando en ese contacto la verdad que ambos evitaban decir en voz alta.
-¿Crees que deberíamos hablar con ella? -preguntó ella, con un hilo de voz.
Julián negó con la cabeza.
-No aún -respondió-. Necesito tiempo para aclarar mis pensamientos... y para protegerte.
Verónica suspiró y miró por la ventana, con la certeza de que ese tiempo no sería fácil ni corto.
Sabía que, tarde o temprano, la verdad saldría a la luz. Y cuando eso ocurriera, nada sería igual.
Mientras el sol seguía ascendiendo en el cielo, la casa se impregnaba de una calma tensa, como la antesala de una tormenta inevitable. La lucha entre el deseo, la lealtad y el amor comenzaba a tomar forma, y cada uno de ellos estaba a punto de enfrentar sus propios fantasmas.
La noche se hacía densa en el interior de la casa, apenas interrumpida por el eco amortiguado de los coches en la calle y el murmullo débil del aire acondicionado. En el dormitorio principal, Verónica y Julián se entregaban una vez más a la pasión, como si intentaran borrar el resto del mundo.
Julián había deslizado la puerta apenas unos centímetros antes de que Verónica se recostara sobre la cama. Aquella pequeña rendija era suficiente para dejar entrar la luz de la lámpara del pasillo y, a la vez, un soplo de aire fresco. No era la primera vez que lo hacía: encontraba en esa apertura un símbolo de su culpa silenciosa y, al mismo tiempo, una puerta abierta al juego prohibido que los unía.
Mientras Verónica arqueaba la espalda y se abandonaba a sus caricias, Julián notaba cómo el aire de la casa-cargado de tensión-se colaba a través del hueco de la puerta. Cada gemido de ella, cada susurro cerca de su oído, retumbaba en sus oídos con una intensidad distinta. Sabía que, más allá de ese dintel, alguien podía observarlos, pero prefería ignorar esa posibilidad. El riesgo lo excitaba.
Lo que Julián no sabía era que, desde la misma tarde, Camila había colocado con cuidado una diminuta cámara en el marco de la puerta principal del dormitorio. Estaba camuflada entre la moldura de madera, orientada de manera que captara tanto la cama como la rendija abierta. Un artefacto discreto, que enviaba las imágenes en vivo a su teléfono.
Camila, sentada en la oscuridad de su propio cuarto, contemplaba la transmisión: la pelecha-ondulación de la bata de Verónica al caer y el vaivén contenido de los cuerpos. Cada cruce de piernas, cada roce de manos, aparecía en la pantalla con una mezcla de surrealismo y realismo crudo. Su respiración se aceleraba, no por asco ni repulsión, sino por esa sensación nueva de poder absoluto.
En la habitación, Julián presionaba a Verónica contra el colchón con una mezcla de devoción y urgencia. La besaba con fuerza, como si quisiera borrar con su boca cualquier rastro de normalidad. Verónica, con su bata abierta, le entregaba el cuerpo sin reparos, dejando que él la guiara en un ritual de placer casi mecánico.
A través de la rendija, la humedad de la escena se filtraba al pasillo. Y Camila lo absorbía todo: los jadeos bajos, el murmullo de los nombres, el roce de la piel contra la madera de la mesa de noche. Era su venganza silente.
Cada vez que Julián cambiaba de posición -un giro de caderas, un arqueo de espalda-, Camila lo veía de manera inextricable. Comprendió, en un instante, que ya no podía detener aquello; su curiosidad y su ira se habían transformado en un torbellino de deseo y obsesión.
Se preguntó qué haría cuando Verónica bajara en busca de café, o cuando Julián quedara exhausto sobre las sábanas. ¿Intervendría directamente? ¿O simplemente guardaría ese material para el momento exacto?
En la oscuridad del dormitorio, las voces de Verónica y Julián se entrelazaban en susurros cargados de culpa y de pasión. Ella jadeaba su nombre. Él la llamaba "mi vida" con aire entrecortado. Pero esas palabras, que palpitaban con intensidad en la habitación, se perdían en la rendija, filtrándose al pasillo como ecos de un secreto prohibido.
Camila contuvo el aliento en su cuarto, con el celular en la mano. No necesitaba ver más. La cámara le había dado todo. Una parte de ella, la que buscaba venganza, sonrió con satisfacción. La otra, la que aún dudaba, se sintió extrañamente herida de observarlos así.
Cuando Verónica exhaló un gemido más alto y Julián se detuvo para besarla en el hombro, justo entonces Camila tomó una decisión. Cerró la aplicación de la cámara y guardó el celular bajo la almohada, consciente de que había entrado en una partida de la que ya no habría vuelta atrás.
Sabía que la información que poseía le daba poder, pero también la ataba a un juego peligroso. A partir de ese instante, el equilibrio en la casa se había roto. La rendija en la puerta, símbolo de su entreabierta complicidad, se convirtió en el umbral de un conflicto inevitable: ¿hasta dónde llegaría para mantener el control? Y, sobre todo, ¿en qué momento Julián o Verónica descubrirían que sus secretos estaban siendo vistos?
-Esto apenas comienza -se prometió Camila-.
Y, en la habitación contigua, sus progenitores seguían ajenos a la sombra que los acechaba, enterrados en un placer que ya no era solo suyo.