La criada y el joven heredero
img img La criada y el joven heredero img Capítulo 3 Pan con sal y una hermana que llora
3
Capítulo 6 La nota debajo de la puerta img
Capítulo 7 El roce en el ascensor img
Capítulo 8 Las cámaras delatoras img
Capítulo 9 Primer beso, sabor a rabia img
Capítulo 10 La patrona organiza un matrimonio img
Capítulo 11 El mundo oculto de ella img
Capítulo 12 La noche del Santo Niño img
Capítulo 13 Primer amor real img
Capítulo 14 La amenaza del padre img
Capítulo 15 El beso frente a todos img
Capítulo 16 Volver a empezar con nada img
Capítulo 17 El secreto del padre de Amelia img
img
  /  1
img

Capítulo 3 Pan con sal y una hermana que llora

La calle olía a humedad y abandono. El cielo, cubierto por un manto gris, comenzaba a escupir una llovizna fina. Amelia corría con los zapatos empapados, el uniforme aún húmedo por la limpieza, el corazón apretado y los pensamientos enredados.

Papá... otra vez. ¿Por qué? ¿Por qué siempre huyes cuando más te necesitamos?

Las palabras resonaban: "Lo vieron en la terminal, Amelia. Estaba huyendo. La deuda no es pequeña".

La voz era de Mauricio, un hombre de otra época de su vida. Había sido socio de su padre, camionero como él. Lo recordaba vagamente: su olor a diésel y cigarro, su voz de piedra raspada, su presencia intermitente. Nunca fue familia, pero aparecía cuando los demás no. En los momentos difíciles, eso contaba.

El portón de lámina crujió al cerrarse tras ella.

Amelia empujó con el hombro la puerta rota de su casa. El pestillo estaba flojo, igual que todo lo demás. El viento se colaba por los huecos de las paredes de madera, y el techo goteaba con la insistencia de una herida abierta. Una gota. Otra. Y otra. Como si el mundo le recordara que las cosas siempre podían empeorar. Adentro olía a moho, sopa pasada y resignación.

-¿Emilia? -La vocecita temblorosa vino desde el rincón donde un colchón viejo servía de cama y refugio.

Isabelita.

Su hermanita de seis años estaba acurrucada bajo una cobija agujerada. Tenía las mejillas encendidas por la fiebre, el cuerpo débil, los ojos grandes y asustados. Su nariz goteaba y la respiración era áspera, como si le doliera simplemente estar viva.

-Ya estoy aquí, mi amor -dijo Amelia, cayendo de rodillas a su lado.

La niña. Su cuerpo, huesos finos y ojos grandes. Se parecía a su madre. A su madre cuando aún reía. Cuando el abandono aún no se había llevado su juventud. Amelia le apartó con cuidado el cabello sudado de la frente.

-¿Has comido algo?

Isabelita negó con la cabeza.

-No había nada -murmuró-. Solo un pedazo de pan. Pero tenía moho...

Amelia cerró los ojos un segundo. Tragó saliva. No podía llorar. No ahora.

Se levantó de golpe y fue a la cocina -un espacio mínimo con un solo hornillo que apenas servía-. Revisó la alacena. Nada. Solo un frasco con sal, otro con café viejo y una lata vacía de leche en polvo.

Buscó en su bolso. Contó las monedas.

Cincuenta y tres centavos.

-No me alcanza ni para un huevo...

Volvió junto a Isabelita, con el pan duro entre las manos. Lo raspó con un cuchillo hasta quitarle el moho, y lo partió por la mitad. Le echó un poco de sal encima. Como cuando eran niñas y jugaban a que eran princesas y esa era su "comida real".

Se lo dio a su hermana.

-Pan con sal. Nuestro favorito -dijo, forzando una sonrisa.

Isabelita lo tomó y lo mordió sin decir palabra. Amelia la observó comer con un nudo en la garganta. Tenía fiebre. No mucha, pero lo suficiente para preocuparse. Y la tos que no se le quitaba desde hace semanas. No había medicina. Ni doctor. Ni padre.

-¿Y Papá...?

La pregunta fue un golpe seco.

Amelia tragó saliva.

-No se, Isabelita. Pero no te preocupes. Voy a cuidarte. Como siempre.

Le acarició el cabello, ahora enredado y pegado al rostro sudado.

Isabelita sonrió débilmente antes de morder. Masticó con lentitud, como si le costara trabajo. Amelia la miró comer con una mezcla de ternura y culpa. No era justo. Para una niña tan pequeña, el mundo no debería ser tan cruel.

El celular vibró en su bolsillo. Otra vez Mauricio.

-¿Qué más sabes? -respondió sin saludar.

-Te dije lo que vi. Tu viejo bajó de un camión como alma que lleva el diablo. Preguntó por un tal Gordo Nino y desapareció. No volvió por su camión, y hay gente mala preguntando por él. Amelia, te lo digo claro: no lo busques.

-No puedo hacer eso. Es mi papá.

-Sí, y también es un hombre con más deudas que alma. Tú decides.

Colgó.

Amelia cerró los ojos. Isabelita dormía ahora, pero su respiración seguía tensa. Mojó un trapo y se lo puso en la frente. La fiebre no bajaba. Tenía que conseguir algo para ella. Comida. Medicina. Cualquier cosa.

Y tenía que volver a trabajar esa misma noche.

La imagen de Luciano apareció, sin querer. Su traje planchado. Sus zapatos limpios sobre el mármol que ella trapea. Su voz cargada de desprecio. Pero también, aquella mirada fugaz... algo se había quebrado en él por un segundo.

¿La había visto realmente? ¿O solo había visto a la sirvienta que se atrevió a cruzar la alfombra?

No importaba.

Amelia se levantó. Observó el balde casi lleno bajo la gotera. La lluvia seguía cayendo, gota a gota, como un reloj que marca el ritmo de su derrota.

Pero no se rendiría.

Tenía una hermana que lloraba en silencio, un padre que huía como una sombra, y un mundo que le recordaba todos los días que valía menos que una alfombra manchada.

Y aun así, volvería mañana a la mansión.

Porque a veces, la dignidad se traga como pan duro con sal.

Porque sobrevivir también es una forma de resistencia.

Más tarde esa noche, mientras Isabelita dormía entre escalofríos, Amelia salió al patio. El suelo estaba húmedo, las sandalias se le pegaban al lodo. Sacó el celular, que apenas tenía señal, y marcó.

-¿Mauricio?

-¿Amelia? ¿Dónde estás?

-En casa. Necesito saber si sabes algo más.

Un silencio del otro lado. Largo. Tenso.

-No deberías estar ahí. Se está poniendo feo.

-¿Qué hizo mi padre?

-Le quedó mal a la gente peligrosa. Muy peligrosa. No es solo una deuda. Es algo más. Algo que no quiso decirme. Pero si se metió con esa gente... tú y tu hermana corren peligro.

El corazón de Amelia se detuvo un segundo.

-¿Quiénes son?

-No por teléfono. Solo... cuídense. Y si ves a alguien raro, no abras la puerta.

La llamada se cortó.

Amelia se quedó con el celular temblando en la mano.

La noche, de pronto, se volvió más fría. El viento soplaba desde el norte, arrastrando basura y amenazas. La gotera seguía su compás. Tic. Tic. Tic.

Amelia miró hacia el cielo encapotado.

No tenía a nadie más.

Solo a Isabelita.

Solo sus manos.

Y una voluntad que aún no se le quebraba.

Mañana volvería a la mansión. Tragaría su orgullo. Trapeador en mano, sonrisa invisible. Volvería a mirar a ese hombre de ojos fríos, que la trataba como si no valiera nada.

Y seguiría adelante.

Porque no podía caer.

Porque su hermana dependía de ella.

Porque el amor, aunque fuera pobre, no se rendía.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022