La vida en sí misma necesitaba un manual de instrucciones, sobre todo cuando se crece y debe comportarse como un adulto responsable.
Lía tomó un paquete de bóxer en promoción tres por uno y lo echó en el carrito de compras, ruborizándose y mordiéndose el labio inferior.
La vida en sí misma le estaba pidiendo demasiado. Era imposible que tuviera conocimiento básico de qué hacer con un hombre viviendo en su casa cuando casi toda su vida estuvo sola, sin novio, viviendo encerrada en una habitación de dos metros de ancho y largo, pegada frente a una computadora. ¿Y ahora debía pretender que era una adulta funcional que sabía cómo lidiar con un hombre mayor que ella?
Se preguntó si Oliver se iba a sentir ofendido por haberle comprado ropa, así que intentó disimularlo comprándose dos vestidos y unos tacones rojos que sabía nunca iba a usar.
Cuando llegó al apartamento, encontró a Oliver trabajando en la sala con una de sus laptops, tecleaba como si no hubiera un mañana y usaba unos lentes de marco grueso color negro.
Lía se sintió incómoda, le pareció que se veía muy del chico guapo que no usaría ropa barata comprada en promoción. Entró a su habitación sin decirle nada y caminó en círculos, preguntándose cómo entregarle las cosas que le compró sin que fuese a sentirse ofendido. El problema de haberse empezado a hacer amiga de él era eso, tener que medir sus palabras.
Sintió la ansiedad bajar a su estómago y burbujear hasta inflarle toda la barriga con gases. Maldita sea. Ahora tenía indigestión y a ese paso iba a terminar vomitando y con retorcijones.
Intentó calmarse y respiró hondo.
-Debes calmarte, ¿ok? Nada más es un hombre, no te comportes como caperucita roja. Deja de ser tan tonta -susurró.
Al final lo llamó a la habitación y él entró con disimulo, por su cara supo que ya había imaginado qué le iba a entregar. Lía trató de restarle importancia diciéndole que si algún día su cuñado llegaba a visitarles sería incómodo que lo viera con su ropa puesta.
Oliver se limitó a agradecer con una sonrisa amable. Pero Lía se preguntó si la ropa era de su gusto. Trató de ser lo más básica posible, pues notó que Oliver tenía un gusto bastante sobrio.
Comenzaron a crear una rutina que consistía en Lía trabajar como siempre en su cuarto de estudio y nada más salir cuando Oliver le informaba que la comida estaba lista. Ella también lo veía trabajar en sus computadoras. Así que le sugirió que trabajara con ella en el cuarto, que tenía algo de espacio.
Al principio Oliver decía que estaba bien en la sala, pero con el pasar de tres días, aceptó su oferta y movieron algunas cosas para que pudieran caber sus computadoras en una mesa que Evie tenía en una esquina.
Afortunadamente Lía compró una silla de escritorio dos semanas atrás y había una de más, así que Oliver usó esa.
A Lía le preocupaba un poco que el joven pudiese suponerle una distracción, pero no fue así, Oliver no la molestaba en lo absoluto. Además, pudo darse cuenta de que era programador, parecía estar creando un sitio web o arreglando uno; sabrá Dios qué hacía, pero parecía importante. Además, se tomaba ciertos descansos para postularse a trabajos.
Oliver se creó un horario para ir a preparar el almuerzo y la cena, además de tomarse una siesta después de almuerzo. Nunca entraba a la habitación de Lía a menos que fuera para ducharse o limpiarla.
Era un buen compañero de cuarto. Lía nunca se había alimentado tan bien.
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Oliver admiraba a Lía. Nunca había conocido una mujer más trabajadora y madura como ella. Dios mío, ni él se comportaba tan centrado cuando tenía veintitrés años. Tal vez y el único defecto que tenía aquella chica era lo tan trabajadora que era. Nunca descansaba. Literalmente, Lía a veces no descansaba.
A veces se despertaba en la noche para ir al baño de invitados y notaba su presencia en la oficina. Era tan silenciosa que a veces se le olvidaba que estaba en el apartamento.
Se alimentaba de café y sopas instantáneas. Cuando salía de la oficina era para cosas precisas como ir a buscar más café o comer algo rápido mientras se recostaba al mesón de mármol. Daba unos pocos bocados y volvía a su trabajo. A veces ni siquiera se quitaba el guante de la mano derecha y llevaba el lápiz en su moño. Usaba unos lentes en forma de gato de color dorado que la hacían ver como toda una literata, de esas que parecen que lo saben todo, como un gurú.
Le gustaba quedarle viendo, era tan delgada y usaba esos vestidos acampanados que le adornaban su figura, con su cabello amarrado en forma de globo. Y cuando dibujaba, subía las dos piernas a la silla de escritorio y las entrelazaba; básicamente podía durar horas en aquella postura. Y emanaba silencio, con su rostro serio, entrecerrando por momentos la mirada. Pero nada más bastaba con voltearlo a ver para soltarle una sonrisa.
Estaba seguro de que, en su anterior vida, cuando creía poseerlo todo, jamás habría volteado a ver a Lía en la calle. Con el pasar de los días se dio cuenta que era una chica que no le gustaba llamar la atención, pasaba desapercibida entre un montón de personas. Le daba la sensación de haber conseguido un diamante en bruto.
No conocía casi nada de Lía, nada más que le gustaba hablar de temas básicos como su trabajo. Pero no le contó cosas importantes como si tenía amigos, hermanos, si sus padres estaban vivos o cómo terminó trabajando para una empresa extranjera. Ni siquiera le dijo en qué historieta trabajaba tantas horas. Y como parecía estar ocupadísima, no quería interrumpirla.
Con el paso de tres días, Oliver sabía que la chica apenas llegó a dormir en la cama una sola vez, y eso fue en su segunda noche. Cuando almorzaron ese tercer día, Lía tenía unas ojeras muy pronunciadas, ni sus lentes gatunos podían ocultarlas. Tenía una apariencia de ser un vampiro recién levantado de una larga siesta; pero la cosa es que, en su caso, ella no durmió nada.
Lo único que él podía hacer por ella era prepararle comida y esperar a que tuviera la suerte que Lía aceptara comer. En un inicio creyó que era comelona, pero era todo lo contrario, apenas si probaba bocados. Le daba la impresión de que a la chica pasar tanto tiempo estresada le cortaba el hambre.
Lía le insistió en que trabajara en su oficina, le sacó espacio para que pudiera colocar sus computadores. Así, estando él también en aquel cuarto, podía notar más cosas de aquella enigmática chica.
Parecía una gata. Apenas hacía ruidos y todo su rostro se concentraba en una sola cosa. Sentía que él le estorbaba. Ese era su espacio.
Quería levantarse y revolverle el cabello, quitarle sus lentes gatunos y jalarle las mejillas. Todo en Lía era tierno. Era una chiquilla que no le quedaba el ser tan adulta. Debía estar allá afuera, saliendo a fiestas y coqueteando con chicos.
¿A qué edad terminó la universidad? Seguro y se graduó con honores. ¿Y cómo le hizo para terminar trabajando con una empresa coreana? ¿Hablaba varios idiomas?
Al quinto día tomó la excusa de que le traía un pocillo de café y se asomó por encima de su hombro y se llevó la gran sorpresa de verla escribiendo en un idioma que no entendió bien, ¿eso eran caracteres chinos o coreanos?
Dios mío, esa chica cada día lo sorprendía con algo nuevo.
Y a Lía le gustaba ahorrar, tenía todo un cofre guardado con fajos de dinero en el closet (lo encontró cuando organizaba la ropa), además que llevaba una libreta contable de todos los gastos del mes. Ni siquiera él era tan organizado con sus finanzas.
Si al menos Lía se cuidara más, sería la chica perfecta.
Estaba seguro de que a Lía se le olvidaba bañarse, a veces ni siquiera sabía en que día de la semana estaban. Y se quedaba dormida frente a su escritorio.
La admiraba, pero no quería su vida. Ella no vivía, estaba sobreviviendo. Pobrecita, ¿es que acaso no tenía familia?
-Tengo una hermana -le comentó ese viernes mientras desayunaban-. Abuelos, papás. -Lía arrugó la frente-. Te hablé de mi cuñado, ¿cómo no te diste cuenta de que tengo una hermana.
Oliver subió los hombros.
-Podría ser un hermano -adujo él.
Lía hizo una mueca con los labios.
-Claro que no -soltó y llevó la cuchara a su boca, comía una taza de granola con yogurt que él le había servido.
-¿Por qué no sales? -le preguntó, no podía soportarlo, hasta él en toda esa semana había salido más que ella (sus paseos eran ir al supermercado).
Lía lo miraba mientras seguía con la cuchara metida en la boca.
-Yo salgo -le dijo y llevó la cuchara a la taza-. Pero no tengo mucho tiempo. Aunque mañana iré a casa de mis abuelos.
Lía se observó la rodilla que había comenzado a cicatrizar.
Oliver se acomodó en la silla y le tomó la pierna para verle la herida en cicatrización. Lo hizo sin detenerse a pensar. Lía era tan descuidada que hasta una simple raspadura le costaba sanar porque no le daba la atención suficiente.
Cuando alzó la mirada, notó las mejillas de la chica encendidas en rubor. Se acomodó en su puesto y le soltó la pierna.
Qué incómodo momento...
Lía volvió a comer su granola y él también.
Oliver nunca había vivido con una chica, ni siquiera con su exnovia. Lía era su primera compañera de piso. Y era con Lía que estaba notando que habían límites entre amigos de diferentes sexos. Claro que llegó a tener muchas amigas, pero no al punto en que debía estar con Lía.
Había límites como el no estar descamisado en el apartamento (él lo hacía para no sentirse incómodo con ella); no pasearse en toalla por los cuartos o en ropa interior. También cosas tan pequeñas como rodar la mirada cuando notaba que Lía no usaba sujetador.
De igual modo pequeños momentos incómodos como ese, cuando la tocaba y notaba su timidez. Igualmente, al estar a solas en la oficina y que le hiciera una pregunta y ella lo ignorara épicamente al estar demasiado concentrada.
Lía era una chica tan difícil de descifrar.
Esa tarde Lía por fin salió del apartamento, lo acompañó a hacer mercado. Sorprendentemente se habían cambiado con el mismo color de ropa. Lía usaba un vestido azul oscuro y él una camiseta del mismo color. Así que quien los viera fácilmente creería que eran una pareja de enamorados.
Lía aquella tarde llevaba el cabello suelto (y peinado), usando un lazo azul que le quedaba bastante bien. Se veía como una jovencita delicada.
La superaba considerablemente en altura, así que ella cuando le hablaba debía alzar la cabeza, lo que le producía ser aún más adorable.
Debatían si comprar una bandeja de uvas, Oliver le preguntaba para qué las quería y ella le decía porque se le antojaban.
-Mañana descanso, quiero comer lo que se me antoja -le decía ella.
Volteó a verle y Oliver no lo soportó, la tomó de las mejillas y se las jaló. Lía abrió los ojos en gran manera, quedando congelada. Él soltó una pequeña carcajada y siguió jalándole las mejillas.
Acababa de romper esa incómoda distancia que los separaba. Y sentía mucho alivio que ella no lo rechazara.
-¿Qué te pasa? -preguntó Lía.
-Necesitaba hacerlo -respondió Oliver, ahora acariciándole la cabeza, como un tigre que no sabe si al tocarla le hará daño con sus garras.
Lía intentó apartarse la mano, pero él siguió acariciándole el cabello, esta vez con más confianza.
-Cuando te peinas el cabello se ve decente -comentó el joven.
Lía le torció los ojos y él se sorprendió. ¿Qué había sido ese comportamiento? Empezaba a mostrarse como la Lía del primer día. Aunque era mejor, demostraba que sí tenía un lado infantil como había pensado cuando la conoció.
Esa noche terminaron los dos en la cama de Lía viendo una película animada mientras comían pizza, uvas, refresco de manzana y helado de vainilla; era la combinación más rara que Oliver había comido en su vida. Pero cuando Lía empezó a quejarse por cólicos menstruales entendió la razón.
Lía terminó hecha bolita en la cama, cerca de él, así que terminó haciéndole masajes en la espalda y la chica se dejaba. Pasó abismalmente de ser la seria y reservada Lía a una chica mimada y llorona.
Oliver no sabía qué hacer. Pensó que comportarse como lo hacía cuando su hermana menor tenía cólicos menstruales (que justamente tenía la edad de Lía). Así que buscó una almohada térmica y la calentó, se la llevó junto con una pastilla para el dolor y después le hizo un té de manzanilla.
La jovencita terminó adormecida, hecha bolita a su lado. Oliver le limpiaba las lágrimas con una mano y la veía hacer pucheros.
Por un momento Lía le tomó un brazo y lo rodeó con los suyos, acurrucándose más a él.
No quiso molestarla, así que terminó quedándose dormido a su lado. Su primera noche durmiendo juntos fue ocasionada por cólicos menstruales.
A medianoche Lía se despertó llorando. Él creyó que le pasaba algo, así que se sentó de golpe en la cama y la vio caminar encorvada al baño.
La siguió por inercia, preguntándole si estaba bien y cuando se dio cuenta de sus actos, se dio cuenta que la miraba desde el umbral de la puerta cuando Lía se subía el vestido. De un respingo volteó hacia atrás y y volvió a la cama. Fue allí cuando notó las sábanas manchadas de sangre y sintió algo mojado en su pantaloneta.
¿Qué debía hacerse en esos casos? Qué incómodo momento...