Capítulo 3 Un hogar sin nombre

Leo no hablaba. No preguntaba, no reclamaba, no lloraba.

Pasaban los días y se movía por la casa como un susurro. A veces desaparecía por horas, encerrado en su habitación o vagando por los pasillos. Era como si quisiera hacerse invisible. Como si pensara que, en cualquier momento, alguien vendría a llevárselo.

Celine lo observaba desde la distancia. Sabía que no podía forzar nada. A los niños rotos no se les enseñaba a confiar. Se les acompañaba. Se les esperaba.

Cada mañana entraba a su habitación con una sonrisa amable, aunque por dentro tuviera el estómago hecho un nudo.

-Buenos días, Leo.

El niño ya estaba despierto. Siempre lo estaba. Sentado en la cama, con la mirada fija en la ventana. Sin decir palabra.

-¿Quieres que te lea algo antes del desayuno?

Él negó con la cabeza.

Celine suspiró en silencio. Luego se sentó en el borde de la cama, dejando un espacio prudente entre ambos.

-Hoy hace sol. Tal vez podamos salir al jardín. Plantar algo. A las flores les gusta que las cuiden.

Leo giró apenas el rostro. Había una chispa diminuta en sus ojos. Curiosidad, tal vez.

Celine no presionó más.

Adam los veía desde la galería del segundo piso. Observaba sin intervenir. No sabía cómo ser parte de eso. Ni siquiera sabía cómo empezar.

Él no tenía hijos. Nunca quiso. Había pasado toda su vida asegurándose de no tener debilidades. Pero ahora Leo vivía en su casa, y aunque no entendía por qué lo había hecho, no podía ignorar lo que sentía cada vez que lo veía caminar en silencio por el pasillo.

Un dolor en el pecho. Un vacío que el niño parecía llenar sin pedir nada.

Días después, durante una tarde tranquila, Celine lo encontró en el invernadero, dibujando con crayones sobre una hoja arrugada.

-¿Puedo ver?

Leo dudó. Luego giró el dibujo hacia ella.

Era una casa. Muy distinta a la mansión Delacroix. Una casa pequeña, con humo saliendo de la chimenea y flores en las ventanas. Había una figura en la puerta. Una mujer, parecía. Sin rostro.

-¿Esa casa es tuya? -preguntó con suavidad.

Leo asintió.

-¿Y ella?

El niño bajó la mirada.

-No me acuerdo.

-¿De quién?

-De ella... -murmuró, y señaló la mujer sin rostro-. Pero creo... creo que me cuidaba.

Celine sintió un nudo en la garganta. Sus dedos se tensaron sobre las rodillas.

-¿La extrañas?

Leo asintió.

Ella se obligó a sonreír, aunque sentía que algo se le partía por dentro.

-Pues te prometo que ahora no estás solo.

Leo la miró, y por primera vez en días, algo en sus ojos cambió. No fue una sonrisa, pero casi. Un leve brillo, una pausa distinta. Como si sus paredes empezaran, poco a poco, a desmoronarse.

Esa noche, Adam bajó al comedor más tarde de lo usual. Encontró a Celine sentada a la mesa, con Leo dormido en su regazo. El niño tenía los dedos aferrados a su blusa como si, incluso dormido, temiera que lo abandonaran.

-No quise llevarlo a su habitación. Estaba cansado -susurró ella.

Adam se detuvo a mitad de paso. La imagen lo golpeó con fuerza.

Celine acariciaba el cabello del niño con una ternura que no podía ser fingida. Y Leo... parecía en paz. Por primera vez desde que lo encontró en aquella estación, parecía haber encontrado algo parecido a seguridad.

-Es curioso -dijo Adam, tras unos segundos en silencio-. Los ojos de Leo... se parecen mucho a los tuyos.

Ella levantó la mirada.

-¿A los míos?

-Sí. Ese color. No es común. Un tono ámbar con destellos verdes. Casi dorado. Nunca lo había visto... hasta ahora.

Celine parpadeó, y su expresión cambió por un instante. No fue sorpresa. Fue algo más profundo. Algo parecido al dolor.

-No tengo hijos, señor Delacroix -dijo finalmente, sin dureza, pero con un tono definitivo.

No era una negación vacía, ni una mentira directa. Era una verdad que ocultaba otra.

Ella sabía lo que había perdido. Sabía lo que le habían arrancado. Y sabía que las personas detrás de aquello no eran corrientes. Gente poderosa, gente peligrosa. Durante años había aprendido a no hacerse ilusiones. A no buscar.

Aunque ahora, viendo al niño dormir, sentía algo. Una conexión visceral, casi instintiva. Como si una parte de ella quisiera abrazarlo sin razón aparente.

Pero no. No podía ser él.

-Perdón, no quise incomodarte -dijo Adam.

-No lo ha hecho. Solo... supongo que es casualidad.

Adam asintió, pero no dijo nada más. Ambos guardaron silencio por un momento, observando a Leo.

Celine se levantó con cuidado, llevándolo en brazos con naturalidad. Sus pasos eran ligeros, como si no quisiera despertarlo ni perturbar la quietud del instante.

Adam la siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo.

Solo entonces se permitió pensar que, quizás, no todo fuera casualidad. Pero tampoco sabía por dónde empezar a entenderlo.

            
            

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