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El sol apenas comenzaba a teñir el cielo con tonos dorados cuando los golpes en la puerta retumbaron en la habitación de Vanessa. Aún medio dormida, se incorporó confundida. No esperaba a nadie.
-Señorita... la maquilladora ha llegado -dijo una voz suave del otro lado.
Vanessa frunció el ceño.
-¿Maquilladora? ¿Para qué?
Abrió la puerta. Tres mujeres entraron con estuches brillantes y maletines llenos de brochas, polvos y perfumes, ubicándose como podían por toda la habitación.
-¿Qué demonios está pasando? -pregunto conteniendo su enojo.
No obtuvo respuesta. Entonces, Henry entró detrás de ellas. Su rostro estaba pálido, y sus ojos, normalmente imperturbables, brillaban con una mezcla de furia contenida y desesperación, lo que la hizo ponerse nerviosa.
-Vanessa... -dijo con voz grave-. La boda se hara hoy. Tu padre la planeó para esta tarde. Al atardecer. En el jardín principal.
Por un momento, ella creyó que se desmayaría. El mundo giró. Las palabras tardaron en asentarse, no entendía como se estaban desarrollando las cosas de forma tan sorpresiva.
-¿Hoy? ¿Está loco? ¡No voy a casarme con ese hombre!
Henry apretó los labios. Dio un paso más cerca y bajó la voz para que solo ella pudiera escucharlo.
-Siempre puedes huir. Si decides hacerlo... te ayudaré. Tengo todo listo. Avísame, y desapareceremos hasta que nadie pueda encontrarnos.
Vanessa lo miró, con los ojos inundados por un fuego oscuro. Un impulso de abrazarlo, de llorar en sus brazos, la idea cruzó por su cabeza... pero se endureció, porque no podía sencillamente dejar que eso pasara.
-Gracias, Henry... pero no voy a huir. Aún no puedo hacerlo.
Después de la muerte de su madre a manos de un enemigo en circunstancias dudosas, se había prometido dejar de ser espectadora. No se trataba de ser la siguiente jefa, aunque eso hacia palpitar su corazón, se trataba de tomar las decisiones y que nadie mas tuviera el control de su vida, si huía con Henry, así lo haría toda su vida. Su padre no pararía hasta encontrarla y lo asesinaría, lo haría con cualquiera que tratara de ayudarla.
Nostálgicamente pensó en su antigua niñera, la cual su padre mato frente a sus ojos, porque desobedecía las ordenes de ella.
"Tus acciones tienen consecuencias, y lo pagaran las personas que más amas"
En ese momento entró su padre, elegante e imponente, un hombre de un metro cincuenta con canas y cuerpo delgado, el mismo que le prometía de niña que algún día ella lo tendría todo.
-¿Ya te estás arreglando? Perfecto -dijo con tono seco, mientras miraba por la habitación a las empleadas.
Ella se volvió hacia él, con la voz cargada de veneno, aun sentada sobre la cama.
-¿Así que así es como se toma una decisión sobre mi vida? ¿Me vendiste a ese hombre? - le grito y se puso de pie -¡Lárguense ahora!
Las empleadas miraron entre los dos y salieron de la habitación. Henry se quedo de pie en un rincón del salón.
-¡Vanessa! -rugió él, cerrando la puerta de un portazo-. No me hables así. Todo lo que hago es por ti. Quiero que tengas una vida normal, una vida feliz. Que alguien ocupe esa silla, para que yo pueda descansar algún día.
-¡¿Una vida normal?! - grito ella encolerizada - No sabes lo que es eso. ¡Quiero el poder de la mafia, quiero ser tu heredera, soy tu única hija! Siempre me dijiste que tendría todo, pero jamás me preguntaste qué era lo que yo quería realmente. ¡Nunca!
Su padre bajó la mirada por un segundo. Solo uno. Luego endureció el gesto.
-Tendrás estabilidad. Tendrás seguridad. Y ese hombre podrá protegerte cuando yo ya no esté. Esto no es una democracia, Vanessa. Esto es sangre. Y tú llevarás el apellido que yo decida.
-¿El que tu decidas? ¿Esto se trata de control? - le recrimino ella.
-No, nunca ha sido sobre eso- respondió el hombre forma cansada -Quiero que mi única hija sea feliz, no que se encuentre entre una banda de cabrones, solucionando sus problemas.
-Papa, ese es el ambiente en que crecí.
El hombre la sujeto por sus brazos, agitándola.
-No es así. Jamás te permití vivir en ese ambiente.
Vanessa sintió que algo se rompía. No solo en su interior, sino entre ellos. En su historia, no perdonaría a su padre por esto. No vengo la muerte de su madre y ahora permitía que otro hombre se uniera a la familia, para que ocupara el que por derecho de nacimiento era su lugar.
La ceremonia fue al atardecer.
Las luces doradas caían sobre los árboles, y el gran jardín parecía sacado de un sueño: guirnaldas blancas, velas flotantes, música de cuerdas. Era como un cuento de hadas para una princesa. No sabía cuánto dinero había invertido el anciano, pero nada económico debió haber sido esta decisión precipitada.
Damian la esperaba al final del pasillo. Llevaba un traje negro perfecto, con una flor blanca en el ojal. Cuando la vio, su cuerpo se tensó. Una punzada lo atravesó, y por primera vez en su vida, el frío acero de su alma se resquebrajó. Nunca había visto una mujer tan hermosa. Tan trágicamente perfecta. Por un momento, se sintió al borde del llanto. Era como si la perdiera incluso antes de poseerla, había pensado que casarse con ella le daría algún gozo, ver su cara engreída ante la derrota, lo emocionaba, pero viendo su expresión estoica se arrepentía por tomar ese camino.
Pero Vanessa no sintió nada de eso. Cada paso hacia él era un castigo. Cada mirada de los invitados, un juicio silencioso. El vestido pesaba como si tuviera grilletes, sentía su estomago removerse y deseaba desaparecer entre aquellas capas de encaje.
Cuando sus ojos se cruzaron con los de Damian, sintió náuseas. El mundo giraba, haciéndola sentir mareada, el aire se volvió espeso, haciendo que no pudiera llegar con suficiente fuerza a sus pulmones. Tenía ganas de vomitar, de caer al suelo, de gritar. Lo odiaba. Odiaba a todos, no perdonaría a ninguno de esos cabrones.
Y mientras el sacerdote comenzaba a hablar, Vanessa repitió una promesa en su mente, como un juramento de sangre:
"Voy a matarlos. A todos. Uno por uno. Y cuando llegue tu turno, Damian... no habrá redención para ti."