La noticia del aeropuerto era la gota que derramaba el vaso.
Recordó la tarde lluviosa en que Ricardo, con el corazón roto por la partida de Sofía a Europa, le propuso matrimonio.
"Cásate conmigo, Eli. Necesito una esposa. Tu familia le debe mucho a la mía, ¿no crees que es una buena forma de pagarlo?"
Ella, joven e ingenua, deslumbrada por el carisma del heredero de "Tequilera Montoya Real" y sintiendo el peso de la gratitud porque los Montoya habían salvado la pequeña parcela de agave de su padre jimador, aceptó.
Una mezcla de atracción y un retorcido sentido del deber la impulsaron.
"Está bien, Ricardo. Me casaré contigo."
Vivió años de devoción unilateral, adaptándose a sus gustos, soportando su indiferencia, esperando un milagro que nunca llegó.
El constante desprecio, la priorización de Ricardo hacia Sofía, incluso a la distancia, la habían desgastado.
Hoy, él la había dejado plantada en su cumpleaños.
Seguramente estaría consolando a Sofía por el jet lag.
Eli miró el plato de mole intacto.
"Ya no puedo más," murmuró.
La tradición conservadora de los Montoya, donde el divorcio era un tabú familiar y un escándalo público, siempre había parecido una barrera insalvable.
Pero el dolor de hoy era más grande que cualquier barrera.
Llamó al mesero.
"Disculpe, ¿podría empacar esto para llevar? Y tráigame la cuenta, por favor."
El mesero asintió con amabilidad.
Afuera, una tormenta comenzaba a gestarse, reflejando la tempestad en su interior.
Esperó.
Esperó a que Ricardo llamara, a que se disculpara, a que recordara.
El pastel de tres leches que ella misma había horneado, el favorito de él, esperaba en el refrigerador de su departamento, un departamento que Ricardo apenas visitaba.
Las horas pasaron.
El cielo se oscureció por completo.
La comida se enfrió.
Su esperanza también.
Nunca llamó.
"Siempre Sofía," pensó con amargura. "Durante tres años, cada logro mío, cada celebración, coincidía con alguna noticia de Sofía que lo ponía nostálgico o irritable. Y yo, como una tonta, tratando de llenar un vacío que no me pertenecía."
Tomó una decisión.
Esta vez, sería diferente.
Pagó la cuenta, tomó el paquete de comida y salió a la lluvia torrencial.
El agua empapó su vestido, pero no le importó.
Mientras caminaba, los recuerdos la asaltaron.
Su origen humilde en Guadalajara, el orgullo de su padre, un maestro jimador respetado, cuya pequeña parcela de agave azul fue salvada de la ruina por un préstamo generoso de Don Alejandro Montoya, el abuelo de Ricardo.
Esa deuda de gratitud había marcado su vida.
Luego, su llegada a Ciudad de México, su trabajo como coordinadora de eventos junior en una prestigiosa firma.
Allí conoció a Ricardo.
Alto, carismático, con la seguridad de quien lo tiene todo.
La atracción fue instantánea, al menos por parte de ella.
Él la veía con una curiosidad divertida, la hija del jimador que su familia había ayudado.
La propuesta de matrimonio fue fría, casi un negocio.
"Eli, Sofía se fue. Me dejó. Necesito sentar cabeza, o al menos aparentarlo. Y tú... tú eres perfecta. Discreta, agradecida. Serás una buena esposa de papel."
Ella, confundida entre el dolor de él, la oportunidad de estar cerca del hombre que la deslumbraba y la vieja deuda familiar, aceptó en un impulso.
"Sí, Ricardo. Acepto."
No hubo anillo de compromiso deslumbrante, ni fiesta, ni siquiera una luna de miel.
Una ceremonia civil rápida, secreta.
Los únicos testigos fueron los abogados.
Pronto descubrió que el corazón de Ricardo seguía encadenado a Sofía, su "primera pasión", como él la llamaba en sus raros momentos de confidencia etílica.
Cada vez que Sofía publicaba algo desde París, Ricardo se volvía taciturno.
Cada vez que el nombre de Sofía aparecía en alguna revista social mexicana, él pasaba días ensimismado.
Y Eli, siempre allí, tratando de consolar, de comprender, de hacerse amar.
Su amor se fue marchitando con cada desplante, con cada comparación tácita.
Su celular vibró en su bolso.
Un mensaje de Ricardo.
"Eli, Sofía llegó. Tuvo un vuelo terrible. Me quedaré con ella esta noche. No me esperes."
Ni una mención a su cumpleaños.
Ni una disculpa.
Eli apretó los labios.
Las lágrimas se mezclaron con la lluvia en su rostro.
"Se acabó, Ricardo," dijo al viento. "Esta vez, se acabó de verdad. Y te juro que te arrepentirás."