Alejandro lo había recibido en su despacho, con Isabella presente.
Escuchó a su suegro con una sonrisa displicente.
Luego, miró a Isabella.
"¿Y tú qué opinas, querida? ¿Debería ayudar a tu padre a salvar lo poco que queda de su 'imperio'?"
Isabella había suplicado con la mirada.
Alejandro se rio.
"No. Que aprendan a manejar sus negocios. Los Montoya siempre fueron unos incompetentes."
Luego, delante de su padre y de ella, llamó a su amante de turno y concertó una cita para cenar, describiendo con detalles lujosos el restaurante y el vino que pedirían.
Su padre se marchó con la dignidad hecha jirones. Isabella sintió que algo se rompía dentro de ella.
Y la humillación en su propio hogar.
Una noche, Alejandro llegó tarde, borracho.
No estaba solo.
La llevó a su habitación, la habitación matrimonial.
Isabella estaba en la cama, fingiendo dormir, el corazón latiéndole con fuerza.
Escuchó sus risas, sus besos, los sonidos de la intimidad.
En su propia cama.
Quiso gritar, llorar, enfrentarlos. Pero el miedo y la desesperanza la paralizaron.
Sintió que se ahogaba.
La sociedad mendocina comentaba en susurros.
"Pobre Isabella, casada con ese monstruo."
"Pero ella tampoco lo quiere, siempre están peleando."
Nadie sabía la verdad. Nadie sabía que Isabella, a pesar de todo, había estado enamorada de Alejandro desde su juventud.
Un amor secreto, imposible, alimentado por la esperanza ingenua de que algún día él cambiaría.
Un día, Alejandro encontró un pequeño anillo de plata en el joyero de Isabella.
Era un anillo sencillo, sin valor. Se lo había regalado él, a regañadientes, en uno de sus primeros aniversarios, solo porque su madre lo había presionado.
Isabella lo guardaba como un tesoro.
Estaban en la habitación, en uno de esos raros momentos en que no había tensión, solo un silencio incómodo.
Él lo tomó.
"¿Todavía guardas esta baratija?"
Isabella sintió un nudo en la garganta.
"Significa algo para mí," susurró.
Alejandro la miró con burla.
"¿Qué puede significar? ¿Un recordatorio de nuestro maravilloso matrimonio?"
Luego, con una crueldad calculada, añadió:
"No te hagas ilusiones, Isabella. Nunca te he amado. Nunca te amaré."
Las palabras fueron como cuchillos.
Ella no respondió. Solo bajó la mirada, ocultando el dolor.
El odio de Alejandro tenía un origen. Lucía Navarro.
Su amor de juventud.
La familia de Alejandro se había opuesto a esa relación. Lucía no era de una familia "adecuada".
El matrimonio arreglado con Isabella fue la forma de separarlos definitivamente.
Alejandro culpaba a Isabella y a su familia por la partida de Lucía, quien supuestamente se había ido a estudiar a Europa.
Pero la verdad, que Isabella descubriría mucho después, era diferente.
Isabella a veces intentaba provocarlo, iniciar una discusión.
Cualquier cosa era mejor que la indiferencia.
Pensaba que si él se enojaba, al menos sentiría algo por ella.
Pero sus intentos eran torpes, malinterpretados.
Él solo veía en ella a una mujer amargada, resentida.
"Eres patética, Isabella," le decía.
Ahora, el divorcio era inminente.
Alejandro lo celebró publicando una foto en sus redes sociales.
Él, sonriente, con una copa de champagne. El texto: "¡Finalmente libre!"
Los comentarios eran de felicitación, de alivio.
"¡Ya era hora, Ale!"
"Esa mujer era una carga para ti."
Isabella vio la publicación. Sintió una punzada de dolor, pero también una extraña liberación.
Uno de los amigos de Alejandro comentó:
"¿Estás seguro de que no es una trampa? Es raro que acepte el divorcio tan fácilmente y sin pedir nada."
Alejandro leyó el comentario. Una sombra de duda cruzó su rostro.
Llamó a Isabella.
"¿Qué estás tramando, Isabella?"
Su voz era dura, desconfiada.
Isabella estaba en su habitación, mirando por la ventana. La debilidad la invadía.
Sonrió con tristeza.
"Sí, Alejandro. Es una estratagema." Su voz sonó juguetona, casi coqueta, ocultando el temblor de sus manos.
Él se quedó en silencio, desconcertado.
"¿Y qué piensas hacer al respecto?" desafió ella, antes de colgar.
Dejó el teléfono. Las lágrimas finalmente rodaron por sus mejillas.
Su plan estaba en marcha. Cinco promesas. Cinco actos antes del último adiós.