"Ay, Isa, qué pena que tuvieras que irte caminando," me dijo con una sonrisa que no le llegaba a los ojos cuando nos cruzamos cerca de la iglesia. "Si hubiera sabido, le habría dicho a Carlos que te esperara. Pero ya sabes cómo es él de atento conmigo y con el niño."
Su dulzura empalagosa me revolvía el estómago.
Unos días después, Carlos llegó a casa con una nueva petición.
"Isa," dijo, evitando mi mirada. "Lucía va a necesitar algunas cosas cuando se mude a Bogotá... bueno, si finalmente consigue un cupo o algo. Pensaba que podrías prestarle esas joyitas de oro que te dejó tu abuela. Para que tenga algo que ponerse, algo decente."
Eran mis únicas joyas de valor, el recuerdo más preciado de mi abuela. La idea de verlas en el cuello o las orejas de Lucía me produjo una náusea fría.
"No, Carlos," dije, la voz temblándome ligeramente. "Esas joyas son mías. Son de mi abuela. No se las voy a dar a nadie."
Su rostro se contrajo. "¡Siempre pensando en ti misma! ¿No puedes tener un gesto de generosidad? Entonces usaré mi propio dinero para comprarle algo. Ya que tú eres tan tacaña."
Se dio media vuelta y salió, dando un portazo.
Esa noche, cuando regresó, olía a aguardiente. Se sentó a la mesa sin decir palabra.
Puse los papeles de divorcio frente a él.
Los miró, primero con incredulidad, luego con una rabia creciente.
"¿Qué es esto?" siseó.
"El divorcio," respondí con calma. "Fírmalos."
Soltó una carcajada amarga. "¿Crees que me asustas con esto? ¿De verdad crees que te atreverás a dejarlos en el juzgado?"
Tomó el bolígrafo y firmó con un garabato furioso. "Ahí tienes. A ver si eres tan valiente."
A la mañana siguiente, mientras él dormía la borrachera, tomé los papeles y los llevé al pequeño juzgado del pueblo.
El secretario los recibió y selló mi copia. "El proceso tardará unas semanas, Isabela."
Asentí, sintiendo un peso enorme quitarse de mis hombros.
Carlos se fue a una capacitación regional de la cooperativa durante una semana. Cuando regresó, traía una pequeña bolsa de papel.
"Te traje esto," dijo, sacando un pañuelo de tela barata, de colores chillones. Lo había visto en un puesto de la terminal.
Luego, con una sonrisa orgullosa, sacó una cajita de terciopelo. "Y mira lo que le conseguí a Lucía. Unos aretes de filigrana de Mompox auténticos. Los vi en una joyería y pensé que le encantarían."
Los aretes eran hermosos, delicados, caros. El contraste con mi pañuelo era insultante.
"Son muy bonitos," dije, mi voz neutra. "Seguro que a ella le gustan."
Esa semana había feria en el pueblo. Una de las atracciones era el cine al aire libre en la plaza.
"Conseguí dos boletas para el cine de esta noche," anunció Carlos, como si me ofreciera el mundo. "Podríamos ir."
Lo miré. "Suena bien. ¿Por qué no invitas a Lucía y a Mateo? Seguro que al niño le hace ilusión."
Carlos pareció sorprendido, luego complacido. "Tienes razón. Es una buena idea, Isa. Qué considerada."
Se fue a casa de Lucía a darle la noticia.
Yo me preparé una taza de café. Esta vez, definitivamente, no sabía amargo. Sabía a libertad.