La Hacienda de los Secretos Muertos
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Capítulo 1

Regresé de la feria de artesanías un día antes de lo previsto, el corazón me latía con una alegría impaciente por ver a mi hija.

La hacienda estaba en silencio, un silencio pesado y anormal.

Llamé a Lupita, pero solo el eco me respondió.

La busqué en su cuarto, en el jardín, en la cocina. Nada.

Un mal presentimiento se instaló en mi pecho, frío y duro.

Corrí hacia la capilla privada de la hacienda, el lugar sagrado de Mateo.

La puerta del sótano, justo al lado, estaba cerrada con un pesado cerrojo. Nunca la usábamos.

Grité su nombre, golpeando la madera con los puños.

"¡Mateo! ¿Dónde está Lupita?"

La puerta de la capilla se abrió y él salió, su rostro una máscara de fría devoción.

"Está recibiendo un castigo por su falta de respeto", dijo, su voz sin emoción. "Rompió la Virgen que Camila me regaló."

Le arranqué las llaves de la mano y abrí el cerrojo.

El aire helado y húmedo me golpeó la cara.

En el rincón más oscuro, sobre el suelo de piedra, estaba mi hija.

Lupita.

Su pequeño cuerpo estaba rígido, sus labios azules. No respiraba.

El mundo se detuvo. El aire se escapó de mis pulmones. El grito que salió de mi garganta no sonaba humano.

La tomé en mis brazos, su piel fría como el mármol.

Estaba muerta.

Mi hija de cinco años, muerta de frío en un sótano por romper una estatuilla.

Dejé su cuerpo en el suelo con una delicadeza que no sentía y subí las escaleras, ciega de dolor y furia.

Entré a la capilla.

Allí estaban. Mateo y Camila, su prima.

Él la tenía contra el altar, sus manos en su cintura, sus bocas unidas en un beso desesperado.

El sonido de mis pasos los hizo separarse.

Mateo me miró con fastidio, no con culpa.

"Isabela, no es el momento."

Me abalancé sobre él, golpeando su pecho con mis puños.

"¡La mataste! ¡Mataste a nuestra hija!"

Él me apartó con una fuerza brutal, haciéndome caer. Se arregló la ropa y protegió a Camila, que se escondía detrás de él fingiendo miedo.

"Cálmate", me ordenó. "Fue un accidente. Un castigo justo que salió mal."

Luego se giró hacia Camila, su voz se suavizó.

"Perdóname, santa mía. Si no fuera porque la reliquia se rompió y porque Isabela no estaba, jamás te habría permitido tentarme."

Se giró de nuevo hacia mí, su mirada llena de desprecio.

"Eres una pobre imitación de la santa que recuerdo."

En ese instante, todo encajó. Los diez años de indiferencia, su obsesión con Camila, mi papel en esa casa.

Yo era la sustituta. Mi hija murió por una obsesión que no era mía.

Me levanté del suelo, el dolor se había transformado en un hielo afilado en mis venas.

"Quiero el divorcio."

            
            

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