Sofía encontró a su hijo en el dispensario. Frío. El olor a sangre y a muerte llenaba la pequeña habitación. Envolvió el pequeño cuerpo en una manta y caminó, con los pies descalzos sobre la tierra de la hacienda, hasta la casa grande.
Ricardo e Isabela estaban en el comedor, celebrando con una botella de champán.
"¿Qué es este teatro, Sofía?" preguntó Ricardo al verla, molesto por la interrupción.
Sofía depositó con una delicadeza infinita el cuerpo de Mateo sobre la larga mesa de caoba, justo al lado de la cubitera de plata.
"Mataste a nuestro hijo," dijo ella. Su voz no era un grito, era una sentencia.
Isabela soltó un chillido agudo, más de asco que de horror. Ricardo miró el bulto en la manta y luego a Sofía, con el rostro contraído por el desprecio.
"Deja de exagerar," espetó. "Es un drama de campesina. El médico solo tomó lo necesario. Unos cuantos huesos. Ni siquiera lo notará."
"Está muerto, Ricardo."
"¡Mientes!" gritó él. "Estás mintiendo para que no reconozca a mi hijo con Isabela. Crees que con tu brujería y tus mentiras puedes asegurar el lugar de ese bastardo."
La acusación era tan absurda, tan retorcida, que Sofía solo pudo mirarlo. El hombre por el que había sacrificado su juventud, el padre de su hijo muerto, era un completo extraño.
"Él era tu suerte," susurró ella. "Él era la bendición de esta familia."
Ricardo se rio a carcajadas. "La bendición de esta familia es el tequila, el dinero, el poder. No las supersticiones de una india de la sierra."
Se acercó a ella, amenazante. "Saca a ese niño de mi vista. Y que no se te ocurra volver a mencionar este asunto. El niño está bien. Probablemente solo está dormido. Y tú te quedarás callada."
Sofía no se movió. Recogió el cuerpo de su hijo y se dio la vuelta. Mientras se alejaba, escuchó la voz de Ricardo, ya más calmada, tranquilizando a Isabela.
"No te preocupes, mi amor. Solo es una charlatana tratando de asustarnos. Mañana por la mañana, te traeré el amuleto."