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NOAH REYES
El amanecer era una broma cruel.
El cielo, con sus tonos cálidos, parecía burlarse de la oscuridad que aún le pesaba en el pecho. Noah estaba sentado en el suelo de su apartamento, descalzo, una taza de café frío en las manos y la mirada perdida en la rendija de luz que se colaba por la ventana.
No había dormido.
Ni un segundo.
Lara aún roncaba en su habitación, ajena al hecho de que la noche anterior, una maldita mirilla láser había apuntado justo entre sus cejas.
Noah cerró los ojos con fuerza.
El peso de la culpa apretaba como un cinturón alrededor del cuello.
Volver a ese mundo era una línea que había jurado no cruzar. Había escapado. Había fingido ser uno más. Un bartender más. Uno con tragos bien servidos, chistes a media voz y un pasado empaquetado en silencio.
Pero Dante Valenti no era un cliente cualquiera.
No era una amenaza cualquiera.
Era... un detonador. Uno que había explotado justo en su cara.
-Tengo que irme -murmuró, como si decirlo en voz alta fuera suficiente para hacerlo real.
Se puso de pie. Caminó hacia el armario del fondo, ese que siempre mantenía cerrado con llave. Dentro, una mochila militar ya estaba medio empacada. Siempre lo había estado. Por si acaso.
Y anoche fue el maldito "por si acaso".
Pasaporte.
Dinero en efectivo.
Una foto vieja de él y Lara, antes de que ella supiera cuánto mentía cada día.
Noah tragó saliva. Su reflejo en el espejo lo observaba con decepción.
-Lo jodido de huir -murmuró, con una sonrisa torcida- es que el monstruo siempre viaja contigo.
Un ruido lo hizo girar. Lara, despeinada, con una camiseta suya y cara de sueño, lo miraba desde el marco de la puerta.
-¿Te vas de viaje? -preguntó, sin rastro de malicia.
Él dudó por un segundo.
-Algo así -dijo, intentando no sonar culpable.
-¿Te pasa algo, Noah?
La miró.
Tan inocente. Tan fuera del mapa. Tan viva.
No podía decirle que anoche casi muere por su culpa. Que alguien la había tenido en la mira como si fuera un objetivo descartable.
-Solo necesito un respiro -mintió-. Tal vez me tome unos días fuera de la ciudad. Ya sabes, despejar la mente. Huir de tipos en trajes que creen que pueden comprar todo.
Lara frunció el ceño, pero no insistió.
-Entonces prométeme que volverás.
Noah no contestó.
Solo se acercó y la abrazó.
Fuerte. Como si fuera la última vez.
Pero antes de que pudiera dar un paso más, su celular vibró sobre la mesa.
Mensaje desconocido.
"Hotel Alighieri. 10:00 a. m. No faltes. O ella pagará el precio de tu silencio."
Su cuerpo se tensó.
Era un mensaje claro.
Frío.
Definitivo.
El reloj marcaba las 9:12.
-¿Noah? -llamó Lara desde la cocina- ¿Quieres desayuno?
El peso del teléfono parecía anclarlo al piso.
El mundo, una jaula sin barrotes.
Suspiró, dejó caer la mochila sobre el sofá y murmuró para sí mismo:
-No es tan fácil, ¿cierto, Valenti?
Entonces fue al baño. Se lavó la cara.
Se puso una camisa limpia.
Y salió rumbo al infierno.
La fachada del Hotel Alighieri tenía ese aire de elegancia fingida, como una sonrisa hipócrita en una reunión familiar. Mármol brillante, puertas giratorias, empleados con trajes impecables. Todo diseñado para que la gente pensara que ahí dentro no pasaban cosas sucias.
Mentira.
Noah lo sabía. Lo olía.
Dante Valenti no elegía sitios al azar. Era un cazador, y los hoteles de lujo eran su selva de concreto.
Ajustó el cuello de su chaqueta mientras caminaba hacia la recepción, tratando de controlar la rigidez de sus hombros. Cada paso era una batalla con su instinto, que le gritaba: ¡Corre!.
Pero ya era tarde para eso.
El recepcionista lo miró sin sorpresa, como si supiera quién era.
-Piso catorce. Sala privada del ala este -dijo sin que Noah preguntara.
La alfombra del ascensor absorbía el sonido de sus pasos, pero no podía silenciar sus pensamientos.
¿Y si tenía a Lara en ese momento? ¿Y si solo lo quería ver quebrarse?
¿Y si todo esto era una trampa?
Las puertas se abrieron con un ding elegante. Dos hombres lo esperaban al final del pasillo. Ropa formal. Miradas muertas. Armas ocultas, pero presentes.
Lo escoltaron sin decir una palabra.
La sala privada estaba envuelta en una tenue luz dorada. Una gran ventana mostraba la ciudad desde lo alto. Y ahí estaba él.
Dante Valenti.
Sentado en un sillón de cuero, como si fuese el anfitrión de una cacería victoriosa. Con una copa en la mano y esa media sonrisa que lograba despertar en Noah un deseo muy específico: romperle la cara... o besarlo.
Y no sabía cuál de las dos cosas lo asustaba más.
-Llegaste -dijo Dante, sin levantarse-. Sabía que no me harías esperar.
Noah se quedó de pie. Inmóvil.
-¿Dónde está ella?
Dante ladeó la cabeza, divertido.
-Sabes, podrías saludar primero. Un "hola, Valenti, qué gusto verte después de que casi conviertes mi bar en una zona de guerra".
-¿Dónde. Está. Lara?
Valenti suspiró. Sacó una tableta del bolsillo interior de su chaqueta y la encendió con un par de toques.
La imagen en pantalla mostró a Lara caminando por una calle tranquila. No parecía nerviosa. No parecía saber que alguien la seguía. Un puntero láser rojo titilaba sutilmente sobre la esquina de la pantalla, marcado sobre su espalda.
Dante habló con la misma calma con la que otros piden café.
-Un francotirador. 300 metros de distancia. Si le doy la orden... no quedará ni tiempo de gritar.
Noah apretó los puños.
-Eres un maldito enfermo.
-Y tú eres alguien que no sabe cuándo dejar de resistirse -replicó Dante, poniéndose de pie-. Lo que pasó en tu bar... lo que hiciste... eso no lo hace un bartender, Reyes.
Caminó hacia él. Cada paso sonaba como una sentencia.
-Tienes entrenamiento. Tienes agallas. Tienes rabia contenida... Y yo sé cómo aprovecharlo.
Noah lo miró a los ojos, el cuerpo hirviendo, los dientes apretados.
-No voy a volver a ese mundo. No soy tu maldito soldado.
Dante sonrió.
-¿Seguro? Porque tu pulso dice otra cosa.
Le mostró la tablet de nuevo. La imagen de Lara volvió a aparecer. Esta vez, alguien la rozaba por la espalda, haciéndola girar.
El francotirador ajustó la mira.
Y Noah lo sintió en el alma.
La tensión. La impotencia. El instinto letal. El código que nunca dejó de llevar en la sangre.
-¡Basta! -espetó, con la voz grave y rota-. ¡Te dije que no!
-Yo no vine a pedirte permiso -murmuró Dante, ya cerca, muy cerca, con la mirada clavada en él-. Vine a darte una elección: me dices que sí... o te quedas viéndola morir en vivo y en directo.
Noah tragó saliva.
Y por primera vez en años, sintió miedo.
No por él.
Por ella.
Por lo que era capaz de hacer... si lo obligaban a volver.
-¿Cuál es tu maldito juego, Valenti?
-No es un juego. Es una guerra. Y tú eres un arma demasiado valiosa como para dejarla oxidarse entre botellas.
Un silencio espeso cayó entre ambos. Solo el zumbido del aire acondicionado llenaba el espacio.
Entonces Noah habló.
-Déjala en paz.
-¿Eso es un sí?
Noah cerró los ojos.
Y asintió.
Pero cuando los abrió, ya no era el mismo.
Su mirada era de acero.
Dante sonrió satisfecho, como si acabara de ganar la apuesta de su vida.
-Bienvenido de nuevo, soldado.